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El cielo está muy alto

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

El cielo está muy alto


A Don Honorato le fascinaba la astronomía. Era su pasión verdadera y su frustrada vocación. Los ratos libres los dedicaba a todo lo que tenía que ver con planetas, el espacio, los telescopios y las constelaciones. Por las noches se pasaba horas y horas rastreando el firmamento a la busca y captura de cometas perdidos. Investigaba sobre los anillos de Saturno, contaba los cráteres de la luna, se sumergía en galaxias que no veía o seguía el rastro de algún satélite artificial.

A nadie entre los de la clase le hubiera importado ni poco ni mucho la gran afición de Don Honorato por las ciencias del espacio si no hubiera sido porque sus aficiones las pagábamos con creces. La gran cantidad de ceros que coleccionamos entre todos a lo largo de los años debido a la astronomía de Don Honorato puede considerarse tan infinita como el número de las estrellas o la extensión del Universo.

La astronomía era punto de partida, excusa y motivo de casi todos los temas, asignaturas y lecciones. Cuando daba Literatura o Lengua todo se convertía en composiciones a la luna, y Agustín, el muy cursi, siempre ponía lo de «la luna en el mar riela...», o cosas parecidas.

 Cuando entrábamos en las Ciencias Naturales o en Física no perdonaba nada que tuviera que ver con el espacio: medíamos la distancia entre los planetas, estudiábamos el espectro solar, pesábamos cuerpos celestes o buscábamos en el mapa del cielo las dos Osas, las tres Marías, el cuadrilátero de Pegaso o Aldebarán. En fin, que nos traía por la calle de la amargura. Y para mayor escarnio, cuando nos daba algún coscorrón, que era a menudo, nos hacía ver las estrellas.

Cierto día Don Honorato explicaba su lección sobre el sol, el sistema solar y la tierra. Estaba traspuesto de emoción como siempre que hablaba de distancias siderales, «inconmensurables» las llamaba él.

 En una ocasión afirmó tajantemente que el sol se encontraba nada menos que a ciento cuarenta y nueve millones de kilómetros de la tierra, millón arriba, millón abajo. Lo expresó con tal énfasis que la clase entera se sintió con la ineludible obligación de proclamar con un «¡Ohhhhh!» no solamente la emoción que sentíamos en nuestro corazón por la gran cantidad de kilómetros existentes entre la Tierra y el Sol, sino el manifiesto interés que nos producía el depender del astro rey, el estar inmersos en el sistema solar, y el agradecimiento al creador por haber realizado un engranaje tan perfecto y a la vez tan misterioso entre los cuerpos espaciales. 

Tan desusada manifestación de entusiasmo, debió parecer a Don Honorato excesivamente emotiva y estruendosa como para ser espontánea, ya que murmullos de emoción de tal calibre solamente se producían cuando la selección española de fútbol encajaba algún gol a los ingleses. 

Don Honorato se olió el cachondeo, se temió lo peor, e intentó reconducir la clase, procurando salvar su autoridad sin tener que emplear medidas de dureza excesiva. Lo hizo muy bien. Detuvo su magistral disertación y habló con tono paternal, el más familiar que logró reproducir a pesar de que su procesión se le paseaba por dentro. Con el timbre de voz que utilizaba siempre que se auguraba tormenta, preguntó: «¡Qué!, ¿les parecen a ustedes muchos kilómetros?» 

En aquellos casos y ante preguntas tan generales casi nadie hacía uso de la palabra, para no caer en evidencia ni contradicción, y la mayoría procuraba esconder el bulto detrás del vecino, o haciendo como que miraba con interés el libro, o dirigiendo los ojos a puntos indefinidos del techo, o a donde fuera. 

Sin embargo aquel día, tal vez porque el tema lo requería, o porque así estaba escrito en las estrellas, o simplemente porque se lo pidió el cuerpo, Rosarito intervino: contestó con toda rapidez, sin inhibiciones, y con su volumen de voz característico: «¡Jo!, Don Honorato, ciento cuarenta y nueve millones de kilómetros, ¡como para andarlos en bicicleta!»

Don Honorato sintió en ese momento en su interior un impacto moral de características extrañas: como si un gusanillo le corroyera la cavidad abdominal. Intuyó en ese mismo instante que su autoridad quedaba en solfa. No solamente por la intervención de Rosarito y la experiencia de tantos años en las aulas, sino porque la estruendosa carcajada que se produjo fue complementada con pateos y alaridos estilo Tarzán de los monos. Por si fuera poco, el chiste no se le había ocurrido a él. 

Don Honorato decidió aguantar el tipo por el momento, y sonriendo de medio lado, simuló que el chascarrillo le había producido una gracia inmensa. Hizo, sólo Dios sabe lo que le costó, oídos sordos a la monumental carcajada producida, y paciente, con la madurez que le daban sus muchos años decidió esperar mejor ocasión para recuperar con dignidad su, según él, deteriorado prestigio. Algo así piensan los árabes cuando se sientan delante de la casa a esperar que pase el cadáver de su enemigo. 

La ocasión llegó al día siguiente, cuando Rosarito fue requerida para contestar a la pregunta de «¿cuántos kilómetros hay de distancia entre la tierra y el sol?», que Rosarito contestó sin vacilar.

 Ahí dio comienzo el desliz. Desastroso y fatídico día aquel en el que alguna musa maligna de la venganza inspiró negativamente a Don Honorato con el fin de que viera pasar el cadáver antes mencionado. En ese momento encontró la ocasión esperada de hacer el chiste que el día anterior no le fue posible, contestando a Rosarito: «¿Qué?, como para recorrerlos en bicicleta, ¿verdad, Rosarito?.  

Rosarito, rápida como siempre, contestó imperturbable: «¡Y además cuesta arriba, Don Honorato!». 

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez