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El aula sin muros

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

El aula sin muros (ver nota 1)


Una de las cosas más importantes que tenía nuestro colegio eran las paredes. No solamente porque servían para sujetar el tejado, que nos defendía de los calores del verano y de las inclemencias del invierno, sino porque además las paredes tuvieron una importancia decisiva en nuestra infancia, adolescencia y juventud por razones múltiples y variadas. 

Aunque alguien pueda dudar de ello, de las paredes, que servían para colgar el crucifijo, el mapa de Australia, el sombrero de don Honorato y el calendario con las fiestas y el santoral, dependía además íntegramente nuestra instrucción, nuestro futuro y toda la formación que recibíamos.  

Porque las paredes impedían durante varias horas al día que tuviéramos contacto con el mundo exterior y ayudaban a nuestra educación teniéndonos seguros y recogidos desde que llegábamos al colegio hasta la hora del timbre de salida. 

Además de todo lo dicho, las paredes de la clase eran un recurso didáctico de primera categoría que todos los profesores utilizaban continuamente y con profusión, «tú, Pepillo, de cara a la pared», con el fin de que nos interesáramos por la lección del día, o por la explicación de doña Purita, o para evitar que Maripili y Agustín siguieran jugando a los barquitos en vez de hacer multiplicaciones. Las paredes de la clase servían entonces como instrumento de catarsis o de muro de las lamentaciones. 

Si contáramos por días, horas, minutos y segundos el tiempo total, que entre colegios e institutos nos hemos pasado mirando a la pared, contando las líneas de la madera, imaginando figuras con las manchas de humedad, o agrandando los agujeros del yeso, los títulos que nos dieron debieran haber certificado nuestra aptitud como expertos en paredes, bachilleres en tapias de ladrillo, y graduados o diplomados en tabiques y mamparas. 

Lo cierto es que de matemáticas, de ciencias, de religión o de historia no aprendimos mucho, aunque nos supiéramos de memoria todas las líneas, agujeros, rayajos, desconchaduras, raspones y «abajo don Honorato» que había en las paredes del colegio. 

El colocarnos «de cara a la pared» era algo imprescindible a la hora de conocer la ciencia pura, ya que nos daba oportunidades únicas para la contemplación y la filosofía, nos permitía la reflexión íntima, nos adiestraba en la observación de materiales, formas, texturas y colores diversos y de paso agilizaba nuestra creatividad y fantasía, haciéndonos salir mentalmente de clase sin necesidad de mirar por la ventana.

 Como valor añadido hacia la institución educativa es necesario señalar que, aparte de todas las ventajas didácticas, el tenernos de cara a la pared, pensando en lo bien que se pasaba en el exterior, era mucho más barato que llevarnos de excursión al campo o a la playa.

 El estudio de las paredes era para nosotros el de una asignatura más, con la diferencia de que nadie nos examinaba de ella, y con la ventaja de que compendiaba en pocos metros cuadrados, toda la sabiduría que nos daba la escuela (2).

 Sin embargo había una experiencia, por la que nuestros maestros y profesores nos hacían pasar con frecuencia, que a mi juicio superaba con creces la de las paredes.

 Era cuando doña Purita decía por ejemplo: «tú, Pepillo, al pasillo». El pasillo era maravilloso, ya que daba a la vida escolar una nueva dimensión, la de salir del aula, con lo que ello implicaba de aventura, de misterio, de placer prohibido y de libertad (aunque fuera vigilada).

 Mientras el castigado andaba a sus anchas por el pasillo todo el mundo penaba en la clase de geometría, aguantando el chaparrón y las sabias explicaciones de la maestra sobre áreas y volúmenes.

 Sin embargo, lo más importante del pasillo es que a la libertad antes referida, que podría en algunas cabezas mal pensadas tomarse por libertinaje, se añadía otra libertad sana y didáctica por demás; a los que estábamos en el pasillo se nos daba la oportunidad de que disfrutáramos de otra maravillosa e inigualable experiencia. Podíamos seguir las clases de geometría e incluso las de literatura caucasiana a través de un punto de vista diferente, en vivo y en directo, con un interés singular: por el ojo de la cerradura.



(1) No se confunda el lector. El título de este capítulo no es un plagio. Simplemente, y con toda humildad, el autor desea hacer un homenaje a uno de los grandes maestros de la Comunicación del siglo XX, Mcluhan. Un juego de palabras, un alarde de filosofar en broma, y un intento de contar historias sucedidas realmente. (N. del A.).

 (2) «Con lo caro que está el metro cuadrado edificable y la carencia tradicional de lugares abiertos de esparcimiento, esto último puede ser considerado por las autoridades gubernativas como dato a tener en cuenta, para ahorrar en educación y poder dedicar los bienes del estado a cosas más productivas. Ejemplos: Buscar petróleo o uranio, investigar sobre algún híbrido de fruta tropical que permita su cultivo en los Monegros, etc. etc.»

(Nota del editor: El anterior comentario, manuscrito en su origen, fue probablemente introducido por algún lector cabreado. Hemos preferido no eliminarlo en la presente edición, para que el lector aprecie los sentimientos que a lo largo del tiempo han despertado los recuerdos que se expresan. En todo caso, el editor no se hace responsable de las opiniones vertidas ni de otras que pueden ir surgiendo en estas páginas).

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez