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La sartén por el mango

(Esparta, o el valor de Manolín)

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

La sartén por el mango. (Esparta, o el valor de Manolín)


 

En los años en que nuestra edad y condición nos obligó a estar entre escuelas, colegios, institutos y universidades, nuestros maestros, profesores, mentores, tutores y catedráticos poseían todos ellos una cualidad común: la de tenernos en la palma de la mano; la de dominar, a veces con una simple mirada, y otras veces con dos o con tres, todo tipo de situación que se generara en el aula, por trágica o embarazosa que a primera vista pudiera parecer. 

En eso eran maestros de verdad. No se les escapaba una. Dirigían las bandas y cohortes de irresponsables con una técnica y un estilo que para sí lo hubieran querido los altos ejecutivos de la falange macedónica.

 En lo demás, nuestros profesores eran muy dispares, ya que los había altos y bajos, varones y hembras, con bigote y sin bigote. Era lo que posteriormente se ha dado en llamar, la unidad en la diversidad, ya que si distinguíamos a nuestros maestros por el sexo, el color del pelo, el bisoñé, el puntero o la falda pantalón, nos era imposible diferenciarlos por su éxito en el manejo de las masas, que en todos los casos era el mismo: el logro de una absoluta y radical disciplina dentro de las paredes del aula. 

Don Honorato, a pesar de la diferencia sustancial que tenía con Doña Purita, que era en primer lugar su carácter masculino, su calvicie, y sobre todo su puntero, su maldito puntero, no dejaba pasar ni una sola maniobra que supusiera un deterioro en la disciplina o que dejara lugar a dudas de «quién era quién» en el aula. El recuerdo de Don Honorato siempre estará ligado, como si de algún santo obispo se tratara, al báculo dispuesto a ser depositado con mayor o menor fuerza en las posaderas del malandrín que quisiera saltarse a la torera las normas de la clase.

 A Doña Purita, sin embargo, le fascinaba darnos libertad, «que no libertinaje», durante el curso, para caer de una sola vez sobre nosotros el día del examen. «Ese día me toca a mí», decía, «y ya veréis, ya veréis», continuaba, «que más vale llegar a tiempo que rondar un año».

Y es que cada uno de nuestros profesores tenía sus tácticas, y Doña Purita, aunque no usaba el puntero como Don Honorato, tenía sus propias armas de ataque y de disuasión, y las utilizaba con profusión a pesar de sus aires liberales y de que «en mi clase quiero personas responsables, que se formen en la propia y personal disciplina, en la participación y el orden».

 Cuando tenía algún problema con Gutiérrez, o con Felipe, o con Rosarito, después de apelar sin resultado a lo de la responsabilidad personal y a que «con disciplina en el futuro os convertiréis en adultos de provecho», por un quítame allí esas pajas llamaba al padre, a la madre o a la abuela de los susodichos, y allí mismo, delante de la clase en formación les endilgaba una perorata de mucho cuidado. «Que si no os comportáis como adultos os tengo que tratar como a críos», o «que a mi no me gusta castigar y por eso intento que sean las familias al completo las que colaboren en vuestra educación y buenos modos».

Y con esto, Doña Purita derivaba el problema de la escuela a la casa paterna, con lo que mataba un sinfín de pájaros de un tiro, ya que al mismo tiempo que solucionaba el problema disciplinario, la falta no quedaba sin sanción, incluso cruenta a veces, «y yo me lavo las manos», y al mismo tiempo cumplía con uno de los objetivos más importantes de una escuela de actualidad, que es que la participación de la familia se convirtiera en una realidad en la educación.

 Voy a referir lo que le pasó con Manolín, por poner un ejemplo. Manolín se moría de miedo cuando le llamaban para dar la lección. Era como una enfermedad. Temblaba, tosía, y algunas veces hasta se escondía debajo del pupitre. Doña Purita le azuzaba apelando en lo posible a su masculinidad. Un día, por razón de Manolín y sus terrores nos contó la historia de los espartanos. 

Esparta, nos relató Doña Purita, era un Estado que se caracterizaba por el valor de sus gentes. La probada valentía de sus ejércitos era conocida y temida en toda Grecia. Un día, un joven y aguerrido espartano encontró, buscando en el bosque, una ardilla. La cuidaba cariñosamente en el momento en el que los clarines de su batallón lo llamaron para entrar en formación. El espartano, ni corto ni perezoso, para no abandonar a su ardilla, y al mismo tiempo para no incumplir las órdenes, se metió a la ardilla dentro de su faldellín, y entró en formación como si nada sucediera. 

Aquí fue donde Doña Purita se emocionó al continuar su relato. Porque el espartano, por no perder su compostura militar, aguantó durante horas una situación casi imposible. La ardilla, que no se encontraba a gusto, comenzó a revolverse, inquieta. El joven no movió ni un músculo a pesar de las cosquillas. Más tarde, la ardilla, fastidiada viva, empezó a morder, y el espartano, como si tal cosa, ni moverse. Y la ardilla, roía y roía. Y el espartano ni quejarse. Cuando el soldado, ¡oh virtud espartana!, cayó al suelo sin decir ni pío, todos se dieron cuenta de que había muerto, pues la ardilla, le había comido las entrañas. «Así tenéis que ser todos, como el espartano de Esparta, aguantando lo que os echen, valientes, disciplinados y nada de quejumbrosos ni timoratos», terminó Doña Purita, mirando de reojillo a Manolín.

 La siguiente vez en que la maestra llamó a Manolín a dar la lección, Manolín lloró como una magdalena, y dijo que a él no le hubiera importado ser espartano ni que se lo comieran las ardillas. Que tampoco le daba miedo dar la lección sino los ceros de doña Purita, y sobre todo la cara de su padre, don Manuel, cuando le llevaba las notas. Y que aunque tocaran los clarines, la corneta y los timbales del circo de Nerón, y a pesar del valor de todos los espartanos del mundo, él no se movía de su sitio porque no se sabía la lección, y basta.

 Doña Purita se indignó y salió del aula. Al rato, volvió con el Director, dispuesta a poner orden en una situación que por primera vez se le iba de las manos. 

Sin embargo un pequeño detalle se le había escapado a Doña Purita. Si en la clase faltaba el valor espartano, no por ello se dejaban de tener otras virtudes clásicas, como por ejemplo la solidaridad ateniense. Un letrero de tamaño natural había escrito con tiza en el encerado: 

Los espartanos además de valerosos eran gilipollas.

¡Manolín, estamos contigo!

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez