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La salsa de kétchup, malos y buenos y la aventura cinematográfica de doña Purita

O la excitante, arriesgada y reconfortante experiencia de hacer una película en un día irrepetible de excursión campestre

 

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 


 

Y un día salieron e hicieron una película. Aquel alborozado día para unos, fatídico para otros, según quién la historia cuente, quedó en el recuerdo de toda la clase y en el de sus familias, en la memoria de los sufridos maestros, en los anales de la escuela, y en el informe elevado por el director, Doncarlosmari, a las autoridades educativas provinciales que, empolvado se encuentra probablemente archivado en algún inhóspito almacén.

Los hechos fueron muy comentados en los mentideros locales, en los mercados, casinos, peluquerías y tiendas de ultramarinos. Las generaciones venideras y quienes consulten las hemerotecas, pueden cotejar este relato con lo publicado en la prensa provincial en el dominical correspondiente a la semana en que sucedieron los, según para quién, funestos, divertidos, aciagos, vaticinados, lamentables o imborrables hechos. Algún erudito, sea experto en didáctica o en dirección cinematográfica puede pensar que don Honorato, doña Purita, la clase entera, es decir, Rosarito, Gustavín, Abdulá, Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá «el otro», Manolín, Maripili, Ricardito, Mariloli, Fátima, Akira, Pepillo y los demás hicieron lo que debían, cumplieron con los consejos más modernos de la pedagogía y, sobre todo, que fueron inmensamente felices en un soleado día lleno de actividades fuera de la escuela, en contacto con la naturaleza y en la práctica de habilidades que les permitieron adentrarse en el apasionante mundo del cine y sus entresijos.

Sin embargo, como en todo, y más en asuntos escolares, las cosas comenzaron mucho antes. En una escuela, cualquier actividad que se precie, se inicia con un detallado proyecto que debe ser iniciativa de alguien, ya sea sugerido u obligado por la autoridad (Ministerio, Inspección, director) o por las circunstancias (navidad, carnaval, día de la madre y otros…), o producto de la creatividad de algún maestro o maestra irresponsable, que cree fervientemente en la didáctica pero que no sabe, cuando aborda una actividad de este tipo, dónde se mete ni los peligros que entraña cualquier contingencia realizada con niños, por los niños o para los niños (se entiende que igualmente con, por y para niñas, claro).

Tras el proyecto antes mencionado, «un mínimo de seis folios en Word, interlineado normal, tipo de letra Times New Roman, 12», entregado por conducto reglamentario a dirección, es necesario esperar el tiempo consabido, no menos de un mes, en el que todo debe pasar la tramitación ordinaria, hasta llegar a inspección, firma y sella, etc., y volver a la escuela con el visto bueno, o no, según a la inspección le dé o no por ahí. Tras ello, superados permisos, consejos de dirección y del claustro completo, las exhortaciones amistosas de don Prudencio, un maestro a punto de jubilarse «estoy de de vuelta de todo», oídas las pesimistas recomendaciones de Paquita, la conserje, que sabe más que la mayoría de asuntos escolares, y la consabida reunión con los padres, las madres más bien, se inicia el procedimiento en la clase.

En esta ocasión, extraño pero cierto, ninguna madre, ni siquiera la de Manolín, se prestó para la aventura. La inspectora, Doña Josefina, tenía otras cosas en qué pensar y no solamente les dio el permiso con celeridad, sin refunfuñar, sino que les deseó suerte y «que Dios les acompañe», les dijo, eso sí, con cierto retintín. El director, Doncarlosmari se ofreció sorpresivamente a ayudarles en el empeño y puso a su disposición los disfraces de la escuela, las pinturas de maquillaje que sobraron del último carnaval y la cámara de filmación que, como oro en paño, sin desembalar, guardaba con siete llaves en su despacho.

Animados por estos fructuosos prolegómenos, doña Purita y don Honorato, madre y padre de la idea, respectivamente, se dispusieron a ponerla en práctica. ¡Qué gran ingenuidad la de estos maestros al no sospechar que cuando algo va demasiado bien, se puede torcer repentinamente y comenzar a ir algo peor, y que cuando los acontecimientos comienzan a ir peor, tienden a deslizarse hacia el abismo como los juguetones ríos de montaña y acabar en caída libre en algún insospechado abismo!. Pero no elucubremos todavía, veamos la botella medio llena, seamos positivos y no nos adelantemos a los hechos.

Los problemas, en principio, fueron de orden técnico. Don Honorato poseía cierta experiencia teatral y cinematográfica, ya había organizado teatro en la escuela y su participación como extra en «55 días en Pekín» fue memorable, disfrazado de chino entre otros dos mil quinientos meritorios más. Le quedaron imborrables recuerdos, horas y horas de repetir la misma escena, sin más condumio que un bocadillo de mortadela para las veinticuatro horas del día, los sufrimientos de unas jornadas al sol, el frío o la lluvia y los cinco duros que la Samuel Bronston Productions daba como salario al final de cada jornada.

Doña Purita, por su parte, en sus años mozos, además de infinidad de kilómetros de crochet, habilidad en la que la instruyó su santa madre doña Benedicta, tenía en su haber numerosos pinitos literarios, poemas de juventud en los que plasmó fogosamente su ardorosa y platónica pasión por Gustavo Adolfo Bécquer (1) y sus inspiraciones románticas. Ya de maestra, dedicó infinitos esfuerzos y sinsabores a llevar la poesía, el teatro, la caligrafía y el punto de cruz a las aulas, en las que sus alumnos recitaron a los clásicos griegos, a los escritores del Siglo de Oro y a los románticos más románticos; en ocasiones, una vez al año, dirigió representaciones de dramas y autos sacramentales, tanto de escritores muy conocidos como de su propia inspiración y autoría, silenciada la mayor parte de las veces por modestia. En todos los casos, la maestra dedicaba su más ferviente vocación a que todo saliera mejor que mejor, fabricaba los decorados, diseñaba, cortaba y cosía los vestuarios de los actores, a los que ella elegía, aconsejaba, ensayaba, daba algunos coscorrones y besaba sonoramente tras la función, en el mismo escenario, ante un auditorio de padres, madres y abuelas, entregados en el aplauso interminable a sus hijas, hijos, nietas y nietos.

El mayor éxito literario de doña Purita fue, sin embargo, cuando ganó el primer premio en aquellos «Juegos florales» (2) que organizó el ayuntamiento, más bien el alcalde, de su pueblo, para el día de la fiesta patronal. Se explayó a gusto la joven maestra en endecasílabos sobre los condes de Pisuerga y sus virtudes cristianas, el indómito castillo que coronaba los riscos como reducto de defensa contra el infiel, y las imperecederas virtudes de los pobladores de aquella «ancestral, incomparable, señorial, histórica y fiel comarca». Fue felicitada en un acto público en el que su familia lloró de emoción y las autoridades municipales le concedieron un diploma acreditativo y dos sonoros y emocionados besos de doña Filomena, consorte por muchos años del alcalde, oídos con nitidez incluso por los de la última fila.

Pero volvamos a nuestro asunto. La clase entera recibió con alborozo la noticia de hacer una película; se disparó la imaginación hacia monstruos, extraterrestres, princesas, brujas y aventureros, a pesar de que los maestros pretendían algo serio, educativo, didáctico, en consonancia con los valores solidarios, la ayuda al prójimo y el entendimiento entre personas y culturas, como recomendaban los entendidos. Doña Purita, prefería basar el film en alguna obra literaria, en una Fortunata y una Jacinta para niños, o en Corazón, de Edmundo de Amicis, en el que Marco encontrara a su madre mientras recorría el mundo y conocía a personas dispares que le ayudaban generosamente «sin pedir nada a cambio». Don Honorato proponía alguna aventura científica, bajar al centro de la Tierra, buscar mariposas en el Orinoco, recorrer galaxias o incursionar entre dinosaurios o pirámides de Egipto, una película en la que los protagonistas fueran antropólogos, como Indiana Jones pero más en serio, que vivieran entre tribus salvajes, se le iba el pensamiento hacia alguno de sus alumnos, que daban un cierto perfil indómito, por ejemplo Gutiérrez, o Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y otros varios.

Durante unos días los maestros prepararon a la clase para la aventura de filmar una película; les explicaron algunas características técnicas, lo que era un guión y algunas formas de encuadrar, el significado de un argumento y la necesidad de plasmar en imágenes los propios sentimientos. Les enseñaron, embalada, la cámara que habrían de utilizar para la filmación pues Doncarlosmari no permitió su uso hasta el día de autos. A una pregunta genérica de doña Purita de si se había entendido todo aquello del guión, Maripili preguntó inmediatamente «¿y se puede llevar bocadillo a la excursión?». Los maestros pensaron que lo mejor era salir, y que fuera lo que Dios quisiera, que a tocar el violín se aprende tocando el violín y que mucha teoría tal vez fuera contraproducente.

El día previsto, salieron del colegio, pertrechados como para ir al desierto del Gobi, cantimploras, sombreros, mochila con alimentos, las madres proveyeron a sus vástagos como si fueran a estar una semana fuera. Los maestros cargaron con los disfraces que tan generosamente aportó Doncarlosmari (plumas, gorros, pinturetes, maquillajes, un frasco de kétchup para la sangre), y los fueron repartiendo entre los expedicionarios. La cámara, que entregó Doncarlosmari con recelo, no sin antes avisar que si se perdía o estropeaba se acordaran del Apocalipsis y de los cuatro jinetes, la llevaba doña Purita a buen recaudo.

Don Honorato convenció a doña Purita de que hicieran el guión sobre la marcha, así las huestes se animarían más si ellos mismos daban las ideas, sin renunciar don Honorato a los antropólogos y entomólogos ni doña Purita a sus personajes románticos mientras los de la clase, que fuera de ella demostraron iniciativa y creatividad, daban toda suerte de opiniones, la mayoría sobre guerras y batallas, conquistas de castillos, monstruos prehistóricos y extragalácticos y sobre todo, la mayoría era partidaria de que en todas las escenas hubiera sangre, mucha sangre.

Y llegaron al lugar previsto de antemano, un descampado inmenso en el que era difícil perderse, en el que se podría tener un relativo control sobre los alumnos, en el que no había farolas que romper ni timbres a los que llamar y en el que, en principio, no debía haber problemas mayores. Las ideas surgieron a raudales, lo primero que interesaba saber era quiénes personificarían a los buenos y quiénes a los malos, pues para las mentes infantiles, los adultos hemos creado esa visión del mundo, y los buenos son buenos, buenísimos, casi tontos o triunfadores, y los malos malísimos y no pueden triunfar, cuando en la vida real suele ser al revés, que los malos triunfan en sus maldades sin ir a la cárcel. Pero no divaguemos y vayamos a los hechos.

Era obvio para los maestros que los buenos debieran ser los que mejores notas tenían; para Rosarito, sin embargo, el bueno tenía que ser Mijail Bodganov, el más alto, el más rubio y el más guapo. Agustín replicaba que los rusos nunca eran los buenos, como en las películas del 007, a lo que Rosarito le explicaba que eso era antes, cuando había un telón de acero, ahora somos todos iguales, y Mijail, además de ser igual era el más guapo, o sea, el bueno. Akira, por ejemplo, por imperativo de la totalidad del grupo, tendría que hacer kárate, dar patadas y volteretas. Akira se defendía, pues no tenía ni noción de kárate ni de volteretas, argumentaba que no era japonés, ni sus padres tampoco y que él mismo nació en Cercedilla, descendiente de tailandeses, que llegaron desde Francia, huidos de Indochina, para hacer de chinos en la antes nombrada «55 días en Pekín», las artes marciales no eran lo suyo y prefería el futbol. No convenció a nadie y Akira daría patadas, entrenado por Abdulá y Gutiérrez, que sí eran duchos en kárate y se pirraban por hacer llaves, manejar catanas y veían todas las películas de samuráis que ponían en la tele.

Malos y buenos fueron adjudicados por riguroso sorteo. Los malos a la izquierda y los buenos a la derecha, gritó doña Purita, «como el día del juicio final», apuntó el descreído don Honorato con sarcasmo. El reparto de disfraces fue problemático pero se solucionó salomónicamente. Las pelucas, para los malos, que van todos disimulados para que no se note su maldad, «los buenos que se disfracen como quieran», ordenó doña Purita, y ahí fue buena, pues aunque se había dispuesto que la acción se desarrollara en la actualidad o en los años de la ley seca, para que hubiera tiros y utilizar el kétchup, hubo quien se disfrazó de romano, de arcángel celestial, de árbol, de oveja, no olvidemos que los disfraces estaban en el almacén del colegio, y había tanto de carnaval como vestuarios navideños. Los malos iban de zombies, de esqueleto, de fantasma, de diablos, de indios, los buenos iban de indios, de diablos, de esqueleto, de fantasma…

Es decir, que a pesar de las recomendaciones de los maestros y del precario guión, cada uno de la clase hizo lo que le vino en gana. Las localizaciones también fueron variadas pues, dadas las circunstancias y las variopintas ideas de los actores, la historia se desarrollaría en medio mundo; en las dunas del Sáhara, para aprovechar los montones de arena de una construcción cercana; las selvas impenetrables del Amazonas las interpretarían los matojos, retamas, cañas y juncales de los alrededores, mientras que para las elevadas cumbres del Himalaya, sin nieve pero Himalaya sin duda, vendría al pelo cualquier zanja, elevación del terreno, ribazo u hondonada que se pusiera a tiro. Un antiguo aljibe, la acequia abandonada y el olvidado bebedero podrían servir de defensas de un amurallado castillo milenario en el que se desarrollaría el núcleo del relato.

Y comenzó el esperado rodaje. Niños y niñas se repartieron las armas, lo más importante para hacer una película escolar, aunque algunos gángster (Pepillo y Bogdánov) llevaban arcos y flechas y el arcángel Maripili y el romano Manolín fusiles ametralladores, la virgen María Rosarito un colt 45, y Akira, el indochino de Cercedilla iba de japonés, ensayadas las patadas, dispuesto a actuar sin más armas, que su mismo cuerpo, letal de por sí, como afirmaba Gutiérrez. Filmaban por turno doña Purita, don Honorato, Rosarito y el otro Abdulá, ya que su padre también fue egipcio en una película de romanos, en Marruecos, y se consideraba un experto. En el maremágnum de la filmación se olvidaron de la literatura y del guión, los actores se les fueron de las manos al director y al equipo de rodaje, ya que disparaban todos a un tiempo, hacían su santa voluntad y cada vez que oían disparos, que eran constantes, se morían todos al mismo tiempo, sin que nadie gritara «acción se rueda», tras poner cara de dolor y llevarse las manos al pecho. Kumico y Rodríguez caían en voltereta, como tantas veces vieron en el cine.

Cada vez que caía un cadáver, Fátima, que se había hecho dueña del frasco de kétchup, embadurnaba al caído con entusiasmo. Abdulá no sabía hacia dónde dirigir la cámara, don Honorato se desgañitó al pedir orden y gritar que se murieran cuando dijera el director, que si la cámara no filmaba no se vería nada. Con el entusiasmo, nadie le hizo caso, y don Honorato, en un arrebato de ira, cortó el rodaje. Puso a toda la clase a su alrededor y les dijo a voces que en toda película del tipo que fuere era necesario un director, y los demás, a obedecer, que el director era él, desde ese momento, y que las escenas se filmaban una detrás de otra, no todas a un tiempo, pues solamente había una cámara. Les ordenó así mismo que los actores actuaran a la orden de «acción, se rueda», y que los que se fueran muriendo se colocaran inmediatamente tras la cámara para no salir varias veces, como si fueran muertos vivientes.

Todo comenzó de nuevo. Hubo que repetir decenas de veces algunas escenas y Rosarito, que se moría muy bien, ajena a las instrucciones recibidas, caía redonda cada vez que oía un tiro, la estuvieran filmando o no, por lo que debió de morirse (o tirarse en plancha) varias veces. Cuando hubo que filmarla de verdad, estaba harta, «¡que me he muerto un montón de veces!, que me estoy cansando, y ya no me muero más».

Y Agustín, a una orden de «acción, se rueda», en un momento dado desapareció de escena, a todo correr pues le perseguían los malvados traficantes de armas, el arcángel Manolín con una metralleta de plástico y la virgen María, Rosarito, con su colt 45. Los demás siguieron filmando, Fátima, que le tomó el gusto a ensangrentar, embadurnaba de kétchup a todo el mundo, ya fueran o no heridos. Y así pasó la tarde, vuelta a filmar, cada vez más disparos y cada vez más salsa de tomate y más muertos.

Los nefastos hechos sobre los que elucubrábamos como posibles al comienzo de este relato, se desencadenaron en un segundo. Cuando se oyeron los gritos de Agustín ya era tarde. Agustín, para escapar de sus perseguidores Manolín y Rosarito, no distinguió la verdad de la ficción, no esperó al «acción, se rueda», entendió probablemente que los perseguidores se vengarían en aquel río revuelto de una lejana ocasión en que se chivó a doña Purita sobre la autora de la desaparición del pintalabios y, por huir, se subió al único árbol que había en un kilómetro a la redonda. Allí estaba, llorando, sin atreverse a bajar, a suficiente altura como para que nadie se animara a ir a por él.

Los bomberos, el coche patrulla de la policía y la inspectora, doña Josefina, aparecieron todos a un tiempo al final de la tarde; bajaron con una escalera a Agustín, que temblaba de miedo, mientras lloraba a moco tendido y llamaba a berridos a su madre. Don Honorato no dejó de filmar, todo quedaría para la posteridad, pensaba.

Los periodistas y reporteros gráficos aparecieron enseguida, casi al mismo tiempo que Doncarlosmari y algunas madres, alertadas por el ruido de las sirenas y el rumor popular. Todo quedó impreso en letras de molde, en la prensa local y en los informes que la inspectora elevó a las autoridades. Tampoco lo olvidaron nunca los maestros, que hubieran deseado que aquella experiencia escolar pasara a ser una referencia en las vidas de sus alumnos, un recuerdo imperecedero de trabajo en común, de solidaridad y valores seculares, de expresión literaria, de incursión científica, de sano esparcimiento y de muestra irrefutable de la necesidad de aprender divirtiéndose.

Los que aquel día eran alumnos, es decir, Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá, Manolín, Maripili, Ricardito, Gustavín, Mariloli, Akira, Fátima, Pepillo, Gutiérrez, Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y los demás, lo cuentan todavía como uno de los días más felices e irrepetibles de sus vidas.


Notas

1. Quienes han seguido las andanzas de doña Purita durante años, saben perfectamente de su pasión por Gustavo Adolfo, del que podía recitar sin pestañear todos sus poemas. Para mayor información se puede leer el texto: MARTÍNEZ-SALANOVA SÁNCHEZ, E. (1998): «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998, o entrar en Internet en /puntero/00_puntero_inicio.htm

2. Los Juegos Florales o Floralia (del latín: Ludi Floreales) eran de origen religioso y fueron instaurados en la antigua Roma. Se celebraban del 28 de abril al 3 de mayo. Eran dedicados a la diosa Flora, anualmente, desde el año 173 antes de Jesucristo. En el pueblo de doña Purita se celebraban cuando al ayuntamiento, que es lo mismo que decir al alcalde, le venía en gana, siempre con un sentido religioso, eso sí: día del corpus, mes de mayo, día de la independencia de los franceses, etc.