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Luces y sombras de una aventura escolar

Alumnos y maestros realizan un viaje de estudios no exento de incidencias a las profundidades de la tierra y de su prehistoria

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

A las once de la mañana entraron en la gruta con el encendido ánimo de introducirse en el pasado, en aque remoto tiempo en que seres humanos vivían en cuevas y dejaban en sus paredes relatos imperecederos de períodos arcaicos. Los maestros lo explicaron durante varios días con detenimiento, la excursión se realizaría a una cueva de estalactitas y estalagmitas en la que, además, gente de la prehistoria dejó sus huellas, trazos, retratos de animales, señales ahumadas, marcas de su contabilidad y la riqueza de una cultura ancestral. Hubo quien, como Maripili y Abdulah, pensaban ver dinosaurios, cavernícolas de carne y hueso, osos cavernarios y vivir alguna aventura divertida.

Como de costumbre, no fue fácil organizarlo todo. La dirección del centro, Doncarlosmari, siempre ponía trabas, un miedo cerval a que algo sucediera, y más aún al tener en cuenta a aquellos maestros de largo historial problemático que, con niños a su cargo, los problemas se convertían inherentes a su estado normal. A entender de doña Purita, el director ponía zancadillas innecesarias, negaba las didácticas de progreso y se anclaba en su propia seguridad. La inspección, Doña Josefina en persona, de carácter en ebullición constante, ordenó rellenar papeles, agenciarse seguros viales y médicos para salvaguardarse de cualquier riesgo, y exigió, incluso, el seguro internacional, por si aquello de pasar a la prehistoria no fuera después un problema sin solución.

La mamá de Manolín, como siempre, preocupada por su vástago, en reuniones de madres, padres y tutores, sugirió si ver todo en youtube no era lo mismo educativamente hablando a la par que se evitarían peligros, accidentes, tropezones y algún coscorrón superfluo. La mamá de Manolín, muy suya por cierto, no tenía muy claro si su vástago, los demás de la clase no le importaban mucho, la verdad, podría sufrir el ataque de alguna estalagmita furiosa. Manolín además era dado a escapar de su madre a la menor ocasión.

Salvada la burocracia y los cientos de sentires, opiniones y estratagemas de los padres y más aún de las madres, que eran quienes mayoritariamente asistían a las reuniones, los maestros pusieron manos a la obra en la preparación de aquel viaje científico a épocas pasadas. Durante varias jornadas los la clase tuvieron ocasión de estudiar las características de la gruta que iban a visitar. Vieron vídeos, imprimieron y colgaron láminas en las paredes de las aulas e hicieron equipos de trabajo para hurgar en el pasado.

Don Olegario, el joven profesor, aficionado, o adicto, o ambas cosas a la vez, a las nuevas tecnologías, ayudó en la búsqueda informática sobre la prehistoria, las cuevas con pinturas y en concreto la que iban a visitar (Nota 1), y el entorno geológico en el que se encontraba, explicó la diferencia entre estalactitas y estalagmitas, y disertó sobre la composición de las rocas, los efectos en el medio ambiente, los cambios geológicos producidos desde el mioceno inferior. Aprendieron que aquella cueva estuvo en el fondo del mar, y que numerosos cataclismos y movimientos de las placas de la tierra la habían elevado, no sin muchos accidentes y millones de años por medio, hasta su actual emplazamiento. Don Honorato, tras lanzar una mirada asesina a Gutiérrez por decir que en la película Parque Jurásico vieron a los dinosaurios, explicó que aquellos grandes reptiles no coexistieron con los humanos, que aquello era un mito y que de las películas hay que creerse lo justo.

El viaje, un tanto largo, el primer tramo en autobús, el segundo en un tren, para llegar a las cercanías de aquella gruta (Nota 2) descubierta a principios del siglo XX y regentada por la familia de la que era propiedad. El dueño de las tierras la descubrió por casualidad y en el momento de la visita se conservaba en poder y mantenimiento de la familia, con la ayuda de algunas, pocas, subvenciones estatales y sobre todo, los ingresos que produce el turismo, con precios especiales a las escuelas y a los grupos.

Lo primero que vieron los niños, para entrar en materia, fue un audiovisual sobre la cueva, su historia, las principales pinturas y algunas hipótesis sobre su interpretación. El vídeo también mostraba ciertos lugares que por razones de seguridad no se enseñaban al público, y menos al infantil, y hacía recomendaciones de no perder el contacto, ir en fila india, no chocar contra las estalactitas y, sobre todo, repetía, no perder el nunca el contacto con el grupo ni salirse de los lugares marcados, de ninguna manera, por ninguna causa ni concepto.

Entraron en la gruta, en fila india, en un grupo de no más de quince, el guía, el primero, llevaba una lámpara de petróleo, petromax, ya les habían explicado que era mucho mejor que la luz eléctrica para apreciar aquellas bellezas de la forma más parecida a cómo las vieron los trogloditas. La utilización de teas, que era lo que usaban los primitivos autores de las pinturas, era impensable pues se hubiera llenado de hollín aquella maravilla del arte decorada hacía veinte mil años.

El guía, nieto del descubridor de la gruta, un enamorado de la prehistoria y de su cueva, metió a los niños por recovecos imposibles, enseñó desde varios puntos de vista las estalactitas, mostró con la lámpara cómo se apreciaban los cambios, se trasparentaban de rojos y naranjas las calizas, y les enseñó el efecto que, entre las luces y las sombras daba movimiento a las figuras. Y los paralizaba de emoción con los sonidos, un impacto auditivo diferente, cómo al golpear suavemente con una llave a una u otra estalactita, el sonido era diferente, agudo o grave, según, y se distorsionaba y hacía eco, y llenaba de misterio aquella oscuridad sin límite. Contó leyendas y señaló parecidos de las formas con seres reales y de ficción, explicó cómo aquellos antecesores prehistóricos inventaron un cine muy peculiar pues dibujaban como podían a sus animales con muchas patas, simulando movimientos que se apreciaban mejor con rápidas iluminaciones, al mover la lámpara vertiginosamente ante el dibujo.

Cuando enseñaba una figura dibujaba por gente de la antigüedad, fuera raya, mancha, silueta de mano o de animal, el guía se trasfiguraba, e interpretaba su papel, colocaba la luz en el lugar oportuno, tal y como lo vieron los trogloditas, comparaba con otras figuras, de aquella o de otras cuevas famosas. Hizo un alto ante la figura de la yegua preñada, que lo tenía transfigurado y trastornó a los niños con la explicación, pues pocas habían sido encontradas entre los innumerables trazos rupestres encontrados en el mundo, una en Lascaux, en Francia, y otra en la Cueva del Moro, en Tarifa, que él supiera.

Y vieron hasta lo que no vieron. Mientras explicaba el guía lo que era una estalactita y volver por enésima vez a recordar que tuvieran cuidado con no darse en el cabeza contra ellas, Manolín, a pesar de llevar a su madre al lado, por mirar hacia algo que le pareció un ser de otro mundo, se dio un fuerte coscorrón con una de ellas, y su madre, con el susto, otro similar golpe en la frente. Ambos se frotaron sus respectivos chichones durante toda la visita, mientras el guía explicaba nuevos dibujos y representaciones en los muros, una foca, peces, rayas y rayajos, caballos y osos. La imaginación infantil hacía ver, además, seres antediluvianos, dragones, diplodocus, que recreaban las luces y las sombras con sus propias figuras y oscuridades, que agigantadas por la iluminación del petromax les daban aires para fantasear, gastar bromas, y provocaban a algunos de ellos risas nerviosas, por el miedo. Ahí estaban doña Purita y don Honorato, para zanjar cualquier conato de rebelión, vigilar las huestes y poner en orden y en fila a los que por una razón u otra se salieran de ella. La mamá de Manolín, desde el chichón, solamente cuidaba al propio Manolín y a su frente.

A pesar de la vigilancia y los cuidados, nadie se dio cuenta cómo y dónde se perdieron Rosarito y Pepillo que, como todos, iban en cordel, en fila india, por un lugar ya preparado para que nadie se fuera a derecha o izquierda, a prueba de exploradores improvisados y de turistas irresponsables, en un grupo de solamente quince, tres profesores vigilando el reato, el guía, con un petromax delante y don Olegario el último con otro petromax, cerraba fila. Aún así desaparecieron en las sombras.

Se les echó de menos en el recuento, a la salida, faltaban dos, y en el momento de identificar a los desaparecidos, Rosarito y Pepillo, «los de siempre», dijo doña Purita. Un susto de muerte, que trajo a colación otro muchos sustos de muerte que doña Purita sufría cada año, dada su vocación docente, en la que abundaba lo experimental, la cercanía con lo cotidiano, no exenta de riesgos, y la vivencia de los problemas en directo. Nunca se acostumbró a ello y siempre llevaba en su bolsito, aquel bolsito protagonista de otras aventuras ya contadas, un frasquito de sales, por si acaso, aunque últimamente, para salir con rapidez de los desmayos, le habían aconsejado el regaliz, fuera de palo o en pastillas, más fino el de pastillas, pensaba la maestra.

Mientras tanto, los desaparecidos, felices, asombrados de tanta belleza, en contacto con el peligro, en las sombras más escondidas de la gruta soñaban aventuras ajenas al riesgo. Utilizaron la linterna que Pepillo llevaba siempre en su mochila y se dedicaron a explorar por su cuenta. La ocasión la pintan calva y un agujero mal cubierto, que encubría la salida a un nuevo pasadizo, les llevó a gatas a salir de la fila, a los espacios infinitos de una prehistoria libre de ataduras de la civilización, fuera de la ruta prevista oficial y de cualquier tipo de control o fiscalización.

Pasaron por recovecos y oquedades colmadas de misterio y ensueño, entre las luces y las sombres atisbaron más pinturas, vislumbraron unas escaleras metálicas que descendían aún más hacia las profundidades, tentación demasiado grandiosa para aquellos intrépidos espeleólogos que vieron cómo la magnificencia de miles de figuras de carbonato cálcico, de estalactitas que descendían como los tubos de un órgano, colores infinitos y sombras sorprendentes entreverados con más pinturas en las paredes, peces, toros, cabras, rayas de rojo y negro, que les llevó a inefables interpretaciones y les hicieron perder el sentido del espacio, del tiempo y de la responsabilidad.

El esqueleto que vieron ahí tirado (Nota 3), en el suelo, en un lugar de la gruta acabó con su imaginación y el afán de aventura, y de golpe y porrazo les alcanzó el miedo, más bien el pánico desatado y nervioso, que les hizo perder sus deseos de exploración y aventura, y volvieron sobre sus pasos, ¿qué pasos?, ni una huella sobre el suelo húmedo y rocoso, viscoso por momentos, no se les ocurrió al bajar hacer ninguna señal que permitiera su vuelta, más escaleras metálicas les indicaban descensos aún más profundos, y subidas hacia no sé dónde que no se atrevieron a intentar. —Bajar no, decía Rosarito entre jipíos, —mientras Pepillo lloraba desconsoladamente cuando intentó hacerse el fuerte. Y gritaron, y los gritos se convirtieron en un eco descomunal que recorría el espacio oscuro y vacío de pared a pared, de estalagmita a estalactita y se convertía en un ruido infernal, que devolvía de forma inexorable sus gritos y lamentos.

En el exterior, desde que se descubrieron las ausencias, gritos, lloros de muchos, desasosegados los maestros, tranquilo el guía, que volvió a entrar en aquella gruta que conocía como la palma de la mano, en la que llegó al único lugar posible de escapada, el hueco escasamente cubierto días atrás, realizado para unas transformaciones en las profundidades, que evitaba entradas de turistas pero no contó con la imaginación y la fantasía infantil. Y llegó sin dudar, supuso qué habían hecho, y subió y bajó, y gritó, y vio en un momento el destello de la linterna de Pepillo, allí estaban los desaparecidos, entre lloros y moqueos, con tiritonas de miedo y frío, abrazados al guía y salvador con desesperación y congoja.

La salida a la luz fue un espectáculo, cuarenta niños, niñas, en lloro o alarido in crescendo, en brazos del guía, a quien recibieron con aullidos y aplausos, a los que se sumaron los maestros y decenas de turistas que esperaban el ingreso a la gruta. El propio guía, aún con experiencia ya en otros rescates no pudo dominar su emoción.

Las reconvenciones quedaron para otro día. Doña Purita, a sabiendas de que no podría cumplir su promesa, durante su vuelta en tren, adormilada por el traqueteo, juró no volver a salir con niños a una excursión ya fuera a cueva, montaña o prado lleno de flores , pues su experiencia era larga y complicada: o se caían al río, o les picaba una avispa, o encontraban lagartijas, o les daban urticaria las flores.

 

Notas


1. La lámpara Petromax, o lámpara de petróleo, es la lámpara de alta potencia más conocida de todo el mundo. Max Graetz, alemán, la inventó a principios del siglo XX. La razón de utilizarla en algunas cuevas es la de dar más verismo a la visita, pues la electricidad idealiza, camufla, engaña, colorea falsamente. Y con teas, como pintaban los antiguos, sería contraproducente para las pinturas y las estalactitas, debido a la suciedad que provoca del hollín.

2. Para este relato me he inspirado en un viaje que hice allá por 1960 a la cueva de la Pileta, en Benaoján, provincia de Málaga, en plena Serranía de Ronda, España. Es un yacimiento prehistórico con arte parietal del Paleolítico y restos neolíticos, descubierto en 1905 por José Bullón Lobato, y explorado y estudiado por Willoughby Verner, Henri Breuil y Hugo Obermaier. La cueva reúne numerosas pinturas y grabados de estilo francocantábrico con representaciones de cérvidos, caballos, peces, cabras, toros, una foca, un bisonte, signos abstractos y figuras indeterminadas. Se trata de un importante conjunto que aporta interesantes datos sobre la expansión del arte paleolítico fuera de sus áreas clásicas de desarrollo (norte de España y SO de Francia).

3. Los esqueletos descubiertos en la cueva de La Pileta, en una sima de al menos doce metros de profundidad son probablemente de gente muy joven, tal vez cayeron accidentalmente al fondo y anduvieron perdidos sin posibilidad de retorno, o fueron víctimas de algún sacrificio humano. Las huellas de alguna de sus manos están en una de las paredes.