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No hace mucho, un profesor me
preguntó: «¿Qué cambios querría usted que se produjeran en la
educación?» Le respondí lo mejor que pude en ese momento pero continué
reflexionando sobre su pregunta. Suponiendo que tuviera yo una varita
mágica capaz de provocar un solo cambio en nuestros sistemas educativos,
¿cuál sería ese cambio?
Después de pensarlo, decidí
que con un toque de mi varita haría que todos los profesores, de todos
los niveles, se olvidaran de que son profesores. Les sobrevendría una
amnesia total respecto de todas las técnicas de enseñanza que se han
esforzado por dominar a través de los años. Se encontrarían con que son
absolutamente incapaces de enseñar. A cambio de esta pérdida,
adquirirían las actitudes y aptitudes propias del facilitador del
aprendizaje: autenticidad, capacidad para valorar y empatía. ¿Por que
cometería yo la crueldad de despojar a los profesores de sus preciosas
técnicas? Porque siento que nuestras instituciones educativas se
encuentran en una situación desesperada, y que a menos que nuestras
escuelas puedan convertirse en centros de estudios plenos de entusiasmo
e interés, lo más probable es que estén condenados a desaparecer.
El lector quizá piense que
esto del «facilitador del aprendizaje» no es más que un modo original de
designar al profesor de siempre, y que nada cambiará. Si así lo cree,
estará equivocado. No hay ninguna semejanza entre la función docente
tradicional y la que cumple el facilitador del aprendizaje. El profesor
tradicional, el buen profesor tradicional, se plantea a sí mismo este
tipo de preguntas: ¿Qué creo conveniente que aprenda un alumno de esta
edad y con este nivel de competencia? ¿Cómo puedo planear un programa de
estudios apropiados para este alumno? ¿Cómo puedo inculcarle una
motivación para que aprenda ese programa? ¿Cómo puedo instruirlo de modo
que adquiera los conocimientos que debe adquirir? ¿Cuál será la mejor
forma de implementar un examen para verificar si realmente ha asimilado
esos conocimientos? Por su parte, el facilitador del aprendizaje plantea
el mismo tipo de preguntas, pero no a sí mismo sino a los alumnos. ¿Qué
quieren aprender? ¿Qué cosas les intrigan? ¿Qué cosas despiertan su
curiosidad? ¿Qué temas les interesan? ¿Qué problemas desearían poder
resolver? Una vez que ha obtenido respuestas a estas preguntas, se
formula otras: ¿Cómo puedo orientarlos para que encuentren los medios,
las personas, las experiencias, los materiales didácticos, los libros,
los conocimientos que yo poseo, que los ayuden a aprender de modo que
les proporcionen las respuestas a las cuestiones que les interesan, a
las que están ansiosos por aprender?
Y más adelante: ¿Cómo puedo
ayudarlos a evaluar su progreso y a fijar futuros objetivos de
aprendizaje basados en esta autoevaluación? También las actitudes del
profesor y del facilitador se encuentran en polos opuestos. La enseñanza
tradicional, por más que se la disfrace, se basa en esencia en la teoría
del «recipiente y el vertedor». El profesor se pregunta:
¿Cómo puedo hacer que el
recipiente se quede quieto mientras vierto en él los conocimientos
considerados importantes por quienes elaboraron el programa de estudios?
La actitud del facilitador del aprendizaje se relaciona casi por entero
con el aspecto del clima: ¿Cómo puedo crear un clima psicológico en el
que el niño o el adulto se sientan libres para ser curiosos, cometer
errores, aprender a partir del medio, de sus compañeros, de sí mismo y
de sus experiencias?
¿Cómo puedo ayudarle a
recobrar el entusiasmo por aprender que forme parte de su naturaleza
durante toda su vida?» Una vez encaminado este proceso de facilitación
del aprendizaje deseado, el centro educativo pasaría a ser, para el
adulto, «mi escuela». El alumno se sentiría parte vital de un proceso
muy satisfactorio. Los sorprendidos profesores, padres y familias
escucharían decir a los alumnos: «Estoy deseando llegar a la escuela».
«Por primera vez en mi vida me estoy enterando de las cosas que yo
quiero saber». «¡Cuidado! Suelta esa piedra. ¡Ni se te ocurra romper un
vidrio de mi escuela»
Algunos profesores creen que
este tipo de aprendizaje individualizado es impracticable, pues
demandaría un número mucho mayor de profesores o maestros. Nada más
lejos de la realidad. Para empezar, cuando los alumnos están deseosos de
aprender, siguen sus propios caminos y realizan una gran cantidad de
estudios independientes, por su cuenta. También se ahorra mucho tiempo
de los profesores, por la marcada disminución de problemas de disciplina
o control.
Por último, la libertad para
interactuar que surge del clima que brevemente he descrito posibilita el
empleo de un importante recurso inexplotado: la capacidad de un alumno
para ayudar a otro a aprender. Que el profesor diga: «Juan, a Raúl le
cuesta un poco esa división larga que tiene que hacer en el problema.
¿Podidas ayudarle?», constituye una experiencia maravillosa, tanto para
Juan como para Raúl. Y aún más maravilloso es que los dos alumnos
trabajen juntos, ayudándose mutuamente, sin que nadie se lo pida. Juan
aprende realmente a hacer divisiones largas cuando ayuda a otro a
comprenderlas. Y Raúl puede aceptar su ayuda y aprender, porque no
tendrá miedo de quedar como un ignorante.
Convertirse en facilitador
del aprendizaje, más bien que en profesor, es un asunto peligroso.
Implica incertidumbres, dificultades, y retrocesos, y también una
aventura humana entusiasmante, cuando los alumnos comienzan a mostrar
sus frutos. Una maestra que corrió este riesgo me dijo que una de sus
mayores sorpresas fue comprobar que, cuando dejaba a los niños libres
para aprender, disponía de más tiempo, y no menos, para dedicar a cada
uno de ellos.
No tengo palabras para
expresar cuánto me gustaría que alguien agitara esa varita mágica para
convertir la enseñanza en facilitación. Tengo la profunda convicción de
que la enseñanza tradicional constituye una función casi completamente
fútil, cuyo valor se ha exagerado y en la que se malgastan energías,
dentro del contexto cambiante del mundo de hoy. Sirve, sobre todo, para
dar a los alumnos que no logran captar las nociones impartidas, una
sensación de fracaso. También sirve para inducir a los alumnos a
abandonar sus estudios cuando se dan cuenta de que lo que se les enseña
no tiene relevancia en sus vidas.
Nadie debería nunca tratar de
aprender algo a lo que no le ve ninguna utilidad. Ningún alumno debería
verse obligado a sufrir la frustración que impone nuestro sistema de
calificaciones, las críticas o la ridiculización por parte de los
maestros y otras personas, y el rechazo de que es objeto cuando es lento
para comprender. La sensación de fracaso que se experimenta al ensayar o
querer lograr algo que de hecho es demasiado difícil es un sentimiento
saludable, que impulsa a aprender aún más. Algo muy diferente sucede
cuando el fracaso es impuesto desde afuera, por otra persona, que rebaja
a quien lo sufre. |