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Don
Honorato tenía un puntero
Don
Honorato tenía un puntero
(1).
Puntero de aquellos de antes, de madera dura, brillante por el uso y los
años. Puntero de usos múltiples como se verá más adelante; construido por
manos artesanas para indicar en el mapa el lugar exacto donde se encuentra
Mesopotamia o los afluentes del Ganges por la derecha o por la izquierda,
según se mire.
En
manos de Don Honorato, profesor de geografía, de Historia, de Ciencias
naturales, de Arte, de Filosofía y de casi todo lo demás, el puntero era al
mismo tiempo un instrumento didáctico que servía tanto para señalar en una
lámina las características más importantes de los marsupiales o las flores
de acanto determinantes de alguno de los órdenes griegos, como de
instrumento disciplinario de primer orden que utilizado como jabalina, o
como él decía, spículum, en latín antiguo, se convertía en un
santiamén en arma arrojadiza que llegaba desde su tarima hasta cualquier
lugar de la clase.
A
veces también soltaba o arrojaba la regla, la tiza, el cartabón, el borrador
o lo que tenía a mano. Gracias a Dios nunca fue el tintero. En honor a la
verdad, todo hay que decirlo, jamás le dio a nadie, por lo menos en nuestros
tiempos, ya que su mano era firme y su pulso seguro. Si bien es cierto que
los más diversos objetos pasaban silbando sobre nuestras cabezas, es de
justicia reseñar que Don Honorato era muy hábil en el lanzamiento de
cualquier artefacto por extraño que pareciera, y no menos hábiles nosotros
en el agachar la cabeza con celeridad, por lo que el blanco era casi siempre
la pared de enfrente. Solamente una vez falló parcialmente cuando el arma
arrojadiza salió por la ventana y tuvo que bajar Manolín a buscar el
paraguas al patio.
Lo
cierto y verdadero es que los punteros, además de lo dicho, servían para lo
que están normalmente hechos los punteros: Para señalar. Hay que hacer
constar sin embargo que Don Honorato tanto señalaba con el puntero la
capital del Turquestán, como las costillas de los alumnos, es decir,
nuestras costillas. En esto último se había convertido en un verdadero
experto, sobre todo en clase de geografía de España. La acción se
desarrollaba delante de un mapa de la Península Ibérica, islas incluidas.
Don Honorato llamaba por su apellido, nunca por el nombre de pila, a uno de
los alumnos. El interfecto, tembloroso, desencajado y sin color, subía a la
tarima como si ascendiera al patíbulo.
Allí
estaba Don Honorato, de verdugo, con dos punteros
(2)
y una venda. La venda era negra, densa y tupida, como las que ponen en los
ojos a los ajusticiados o a los voluntarios en las sesiones de
prestidigitación. Don Honorato la colocaba sobre los ojos de González, o de
López; recordemos, siempre por el apellido. Personalmente revisaba el que
ningún resquicio de luz entrara en los ojos de González, o de López. Si
existía alguna ranura o luminosidad era comprobado con rapidez, ya que un
amago de punterazo, ficticio pero eficaz hacía, en caso de intento de
fraude, que González, o López, o Maripili, o incluso Pérez, el sabihondo de
la clase, se arrugaran aunque fuera imperceptiblemente delatando su
infracción. Don Honorato inmediatamente solucionaba el problema, colocando
la venda de manera que fuera imposible el detectar ni el menor asomo de
claridad. ¡Es que Don Honorato era muy serio para sus cosas!.
En
ese momento comenzaba la sesión. Había que localizar cada provincia española
señalando su lugar correspondiente. López, ya vendado, recibía un puntero de
Don Honorato, y era colocado en posición, casi siempre en mala posición. Don
Honorato daba al ya de por sí desorientado López tres o cuatro vueltas sobre
sí mismo para desorientarlo aún más todavía.
López
todo lo veía negro, más si cabe, cuando Don Honorato nombraba una provincia
española, y por pequeña que fuera, López había de colocar en su lugar
correcto el puntero, al que podríamos llamar puntero número uno. Si la
operación no llegaba a efectuarse con toda exactitud, es decir si, pongamos
por caso, el puntero número uno en vez de dar en Cáceres, daba en Badajoz,
inmediatamente entraba en acción el puntero número dos, que era el que
estaba en poder de Don Honorato, y que a diferencia del puntero número uno
siempre daba en el blanco. Llámese blanco a lomo, pierna o costillas del
ajusticiado.
La
verdad sea dicha: los resultados fueron óptimos; según parecer de Don
Honorato, llegamos todos a tener una gran habilidad en colocar el puntero en
el lugar exacto. No era fácil conseguirlo ya que se acertaba con mayor
facilidad Badajoz que Vizcaya. Cuestión de tamaño. Al cabo de los meses casi
nadie fallaba y los punterazos de señalar costillas actuaban menos.
Solamente cuando les tocaba a las islas; en esas circunstancias se solía dar
frecuentemente el caso de llegar al mismo tiempo la orden:
«¡Formentera!»,
por ejemplo, que el punterazo de Don Honorato y el que toda la clase al
unísono cantara a gritos:
«¡Agua!»
(2)
Si el lector ha seguido la historia hasta este momento, se dará
cuenta del porqué de la aparición en escena de un segundo puntero,
así como de la gran importancia que el mismo tiene en el relato.
(Nota del tercer transcriptor)
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