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El bolso de doña Purita

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

El bolso de doña Purita (1) 


Doña Purita y su bolso eran como el cigarrillo y el papel. No podían vivir el uno sin el otro y era difícil adivinar si era el bolso quien colgaba de Doña Purita o era Doña Purita quien colgaba del bolso.

 En el bolso había infinidad de cosas, como en casi todos los bolsos. Lo que más había eran lápices, muchos lápices: lápices de labios, lápices de cejas, lápices de uñas, lápices de escribir y sobre todo, el lápiz de poner ceros que estaba tan gastado que cuando Doña Purita lo cogía entre sus dedos, solamente se veía la punta. 

A veces, en momentos de desahogo, Doña Purita tomaba el lápiz entre sus dedos índice y pulgar y decía con voz amenazante mientras lo enseñaba como quien blande una espada: «con este lápiz hago temblar a todo un colegio».

En el bolso, junto al pintalabios, estaba la polvera y otros artilugios con los que Doña Purita se retocaba un poco por aquí, otro poco por allá, hasta adecentar la nariz, las mejillas, el entrecejo y la sotabarba. Quedaba de esta forma «que ni pintada». «Para la guerra, igual que los apaches», como decía Gustavito, que sabía de guerra más que nadie porque su padre era sargento de la guardia civil. 

Los días de examen, Doña Purita se los tomaba como una verdadera batalla, y ya que no podía colocarse casco, coraza y escudo como la Atenea de Praxitéles, por lo menos se pintaba, y bien que se pintaba, con el fin de amedrentar al enemigo. 

Sigamos con su bolso: Lo que más llamaba la atención del bolso de Doña Purita era el cuaderno de las notas, que siempre llevaba con ella. En ocasiones, sobre todo cuando se acercaba el tiempo de entregarnos el boletín, invariablemente se nos pasaba por la cabeza la idea malsana de hacerlo desaparecer. Nunca encontrábamos la ocasión, ya que Doña Purita no soltaba el bolso ni cuando nos daba gimnasia. Había que verla, con su traje de chaqueta gris, su bolso colgado del hombro, imperturbable, «flexión, extensión, inspirar, expirar,...».

 Nuestra tenaz espera, y las constantes oraciones a Gestas, el Mal Ladrón, tuvieron su premio. Como la ocasión la pintan calva y más vale llegar a tiempo que rondar un año, llegó el día en que Doña Purita, debido a vaya usted a saber porqué, se desprendió temporalmente de su bolso. 

Los hechos se desarrollaron durante una sesión de diapositivas, tema los cefalópodos, de gran interés para la maestra, y sobre el que también nosotros, por no caer en desgracia, simulamos nuestra particular emoción con un «¡psé!» generalizado que llenó de satisfacción a Doña Purita.

 Doña Purita se entusiasmó con las diapositivas, los cefalópodos, la máquina proyectora y el ardor despertado en el auditorio, sobre todo en Maripili, que no hacía más que decir, «Oh, los cefalópodos, qué ilusión, qué ilusión, hace años que ansío estudiar los cefalópodos». Tanto entusiasmo provocó en la maestra un éxtasis tal que olvidó el control de su bolso y sin darse cuenta y contra su costumbre lo depositó junto al proyector, sobre la mesa.

 Fue en ese mismo momento en el que de común acuerdo y todos a una, el Estado Mayor Central de la clase, siempre ojo avizor, planificó sigilosamente, en estrategia de comando, la Operación Cambiazo. Se realizó en total oscuridad, ya que solamente se veían los reflejos de la pantalla. Mientras la voz de Doña Purita explicaba la morfología de los cefalópodos se decidió que Agustín debía, por ser el más pequeño de estatura, llevar a cabo la parte verdaderamente arriesgada del operativo. 

Agustín salió reptando como sólo el sabía hacerlo, dispuesto a llegar al objetivo, abrir el bolso, sacar el cuaderno de notas y volver, reptando otra vez, al cuartel general que se había montado en la fila siete. 

Agustín temblaba, el estado mayor temblaba, toda la clase temblaba. A pesar de los temblores, Agustín se arrastraba como había visto hacer a los soldados en las películas. Cumplió su misión, y volvió con el cuaderno de Doña Purita en la boca, como llevan los cherooke el cuchillo. A la luz de la linterna de Maripili analizamos las calificaciones. «¡Casi todo ceros!», suspiró en un susurro Felipe pensando en su pobre madre, en la cara de su padre y en que le volaba el partido de fútbol del domingo. 

Entre los nervios, el miedo que nos comía, la oscuridad, el que pasaba el tiempo y no nos poníamos de acuerdo en cómo arreglar las notas, surgió la idea de quemar el cuaderno. Hubo discusiones por lo bajo. En primer lugar se decidió no quemarlo, «que Doña Purita tenía un olfato de miedo». Más tarde se decidió que sí, que se quemaría en el recreo, «bien lejos de Doña Purita». Segundos más tarde se volvió a decidir no quemarlo «que no, que es peor»

Por fin, debido a las prisas, hubo de buscarse una rápida y a nuestro entender justa y salomónica decisión, y se encargó a Rosarito la difícil tarea de realizar a velocidad más que supersónica el cambio de notas en el boletín. 

Agustín, jugándose el tipo, reptando igual que a la ida, temblando más que a la ida y arrepintiéndose de haber aceptado la misión más peligrosa, «y todo por los dichosos cromos y tres canicas de acero», volvió a colocar el boletín en el lugar del que nunca debió salir. El final fue un respiro. Por fin el cuaderno estaba en su sitio, y las notas casi a nuestro gusto. Aquella noche todos dormimos más tranquilos que de costumbre. 

Nunca llegamos a entender demasiado bien como pudo enterarse Doña Purita que habíamos cambiado las notas, con lo bien que lo habíamos hecho, y a pesar de que Rosarito era una experta en el difícil arte de la falsificación. 

Lo cierto es que al día siguiente apareció por clase el dire, enfadadísimo, diciendo cosas como que «así habían comenzado su vida delictiva Luis Candelas y José María el Tempranillo», y que «cuándo se había visto en toda la historia del colegio, que se pusieran de nota no solo dieces, sino incluso treces y catorces, y hasta un diecisiete»

Y es que en nuestras prisas, entre los nervios y la desazón, la oscuridad y el sentido delictivo de la intervención, Rosarito, solidaria y generosa que siempre era, aplicando la más estricta justicia, a pesar de ser experta en falsificar, no se dio cuenta de que colocó un uno delante de todas y cada una de las notas. 

De aquellas fechas data el que nunca más Doña Purita se desprendiera de su bolso, que jamás abandonó, y en el que además hasta el lápiz de labios y el cuaderno de notas los tuviera atados con una cadenita, por si volvía a actuar José María el Tempranillo y su banda.



(1) Doña Purita fue nuestra maestra desde que nacimos hasta que nos echaron de la institución educativa. Cuando teníamos cuatro años y entramos en la primera escuela, ella nos recibió en la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja, como diciendo que todo pasa, y que no hay mal que cien años dure. Ella misma nos despidió en quinto de económicas, pensando en cómo habíamos podido sobrevivir tantos años mientras nos aconsejaba sobre las dificultades de la vida moderna y la necesidad de ser honrados hasta en la contabilidad y con Hacienda.

La tuvimos y nos tuvo. Nos enseñó de casi todo al mismo tiempo y nos hizo gozar y sufrir lo indecible. Fue guía y confusión, modelo de virtudes y compendio de defectos. La amamos y la odiamos. Con ella pasamos algunos de los mejores momentos de nuestra vida, mientras le copiábamos en los exámenes y le deseábamos los mayores males. (Nota filosófico-nostálgica del Autor).