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El bolso de doña Purita
(1)
Doña
Purita y su bolso eran como el cigarrillo y el papel. No podían vivir el uno
sin el otro y era difícil adivinar si era el bolso quien colgaba de Doña
Purita o era Doña Purita quien colgaba del bolso.
En el
bolso había infinidad de cosas, como en casi todos los bolsos. Lo que más
había eran lápices, muchos lápices: lápices de labios, lápices de cejas,
lápices de uñas, lápices de escribir y sobre todo, el lápiz de poner ceros
que estaba tan gastado que cuando Doña Purita lo cogía entre sus dedos,
solamente se veía la punta.
A
veces, en momentos de desahogo, Doña Purita tomaba el lápiz entre sus dedos
índice y pulgar y decía con voz amenazante mientras lo enseñaba como quien
blande una espada:
«con
este lápiz hago temblar a todo un colegio».
En el
bolso, junto al pintalabios, estaba la polvera y otros artilugios con los
que Doña Purita se retocaba un poco por aquí, otro poco por allá, hasta
adecentar la nariz, las mejillas, el entrecejo y la sotabarba. Quedaba de
esta forma
«que
ni pintada».
«Para
la guerra, igual que los apaches»,
como decía Gustavito, que sabía de guerra más que nadie porque su padre era
sargento de la guardia civil.
Los
días de examen, Doña Purita se los tomaba como una verdadera batalla, y ya
que no podía colocarse casco, coraza y escudo como la Atenea de Praxitéles,
por lo menos se pintaba, y bien que se pintaba, con el fin de amedrentar al
enemigo.
Sigamos con su bolso: Lo que más llamaba la atención del bolso de Doña
Purita era el cuaderno de las notas, que siempre llevaba con ella. En
ocasiones, sobre todo cuando se acercaba el tiempo de entregarnos el
boletín, invariablemente se nos pasaba por la cabeza la idea malsana de
hacerlo desaparecer. Nunca encontrábamos la ocasión, ya que Doña Purita no
soltaba el bolso ni cuando nos daba gimnasia. Había que verla, con su traje
de chaqueta gris, su bolso colgado del hombro, imperturbable,
«flexión,
extensión, inspirar, expirar,...».
Nuestra tenaz espera, y las constantes oraciones a Gestas, el Mal Ladrón,
tuvieron su premio. Como la ocasión la pintan calva y más vale llegar a
tiempo que rondar un año, llegó el día en que Doña Purita, debido a vaya
usted a saber porqué, se desprendió temporalmente de su bolso.
Los
hechos se desarrollaron durante una sesión de diapositivas, tema los
cefalópodos, de gran interés para la maestra, y sobre el que también
nosotros, por no caer en desgracia, simulamos nuestra particular emoción con
un «¡psé!»
generalizado que llenó de satisfacción a Doña Purita.
Doña
Purita se entusiasmó con las diapositivas, los cefalópodos, la máquina
proyectora y el ardor despertado en el auditorio, sobre todo en Maripili,
que no hacía más que decir,
«Oh,
los cefalópodos, qué ilusión, qué ilusión, hace años que ansío estudiar los
cefalópodos».
Tanto entusiasmo provocó en la maestra un éxtasis tal que olvidó el control
de su bolso y sin darse cuenta y contra su costumbre lo depositó junto al
proyector, sobre la mesa.
Fue
en ese mismo momento en el que de común acuerdo y todos a una, el Estado
Mayor Central de la clase, siempre ojo avizor, planificó sigilosamente, en
estrategia de comando, la Operación Cambiazo. Se realizó en
total oscuridad, ya que solamente se veían los reflejos de la pantalla.
Mientras la voz de Doña Purita explicaba la morfología de los cefalópodos se
decidió que Agustín debía, por ser el más pequeño de estatura, llevar a cabo
la parte verdaderamente arriesgada del operativo.
Agustín salió reptando como sólo el sabía hacerlo, dispuesto a llegar al
objetivo, abrir el bolso, sacar el cuaderno de notas y volver, reptando otra
vez, al cuartel general que se había montado en la fila siete.
Agustín temblaba, el estado mayor temblaba, toda la clase temblaba. A pesar
de los temblores, Agustín se arrastraba como había visto hacer a los
soldados en las películas. Cumplió su misión, y volvió con el cuaderno de
Doña Purita en la boca, como llevan los cherooke el cuchillo. A la luz de la
linterna de Maripili analizamos las calificaciones.
«¡Casi
todo ceros!»,
suspiró en un susurro Felipe pensando en su pobre madre, en la cara de su
padre y en que le volaba el partido de fútbol del domingo.
Entre
los nervios, el miedo que nos comía, la oscuridad, el que pasaba el tiempo y
no nos poníamos de acuerdo en cómo arreglar las notas, surgió la idea de
quemar el cuaderno. Hubo discusiones por lo bajo. En primer lugar se decidió
no quemarlo,
«que
Doña Purita tenía un olfato de miedo».
Más tarde se decidió que sí, que se quemaría en el recreo,
«bien
lejos de Doña Purita».
Segundos más tarde se volvió a decidir no quemarlo
«que
no, que es peor».
Por
fin, debido a las prisas, hubo de buscarse una rápida y a nuestro entender
justa y salomónica decisión, y se encargó a Rosarito la difícil tarea de
realizar a velocidad más que supersónica el cambio de notas en el boletín.
Agustín, jugándose el tipo, reptando igual que a la ida, temblando más que a
la ida y arrepintiéndose de haber aceptado la misión más peligrosa,
«y
todo por los dichosos cromos y tres canicas de acero»,
volvió a colocar el boletín en el lugar del que nunca debió salir. El final
fue un respiro. Por fin el cuaderno estaba en su sitio, y las notas casi a
nuestro gusto. Aquella noche todos dormimos más tranquilos que de
costumbre.
Nunca
llegamos a entender demasiado bien como pudo enterarse Doña Purita que
habíamos cambiado las notas, con lo bien que lo habíamos hecho, y a pesar de
que Rosarito era una experta en el difícil arte de la falsificación.
Lo
cierto es que al día siguiente apareció por clase el dire,
enfadadísimo, diciendo cosas como que
«así
habían comenzado su vida delictiva Luis Candelas y José María el Tempranillo»,
y que «cuándo
se había visto en toda la historia del colegio, que se pusieran de nota no
solo dieces, sino incluso treces y catorces, y hasta un diecisiete».
Y es
que en nuestras prisas, entre los nervios y la desazón, la oscuridad y el
sentido delictivo de la intervención, Rosarito, solidaria y generosa que
siempre era, aplicando la más estricta justicia, a pesar de ser experta en
falsificar, no se dio cuenta de que colocó un uno delante de todas y cada
una de las notas.
De
aquellas fechas data el que nunca más Doña Purita se desprendiera de su
bolso, que jamás abandonó, y en el que además hasta el lápiz de labios y el
cuaderno de notas los tuviera atados con una cadenita, por si volvía a
actuar José María el Tempranillo y su banda.
La tuvimos y nos
tuvo. Nos enseñó de casi todo al mismo tiempo y nos hizo gozar y
sufrir lo indecible. Fue guía y confusión, modelo de virtudes y
compendio de defectos. La amamos y la odiamos. Con ella pasamos
algunos de los mejores momentos de nuestra vida, mientras le
copiábamos en los exámenes y le deseábamos los mayores males. (Nota
filosófico-nostálgica del Autor).
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