Doña Purita ataca de nuevo
Después de varios días de ausencia, al fin Doña Purita volvió a
clase. Don Honorato nos había relatado con pelos y señales que
asistía a un curso de perfeccionamiento:
«Unas clases para
maestros», nos dijo.
«A ver si la suspenden a ella esta vez»,
comentó Manolín por lo bajini.
Nada más llegar se notó enseguida que las cosas habían cambiado.
Algo nuevo flotaba en el ambiente. Una especie de aire de renovación
y cambio. Ya el primer día puso en práctica uno de los trucos que
les habían enseñado en el curso para maestros. Fue en clase de
Historia de España; el juego que nos enseñó Doña Purita prometía ser
interesante y divertido. Ella contaba al oído algo a alguien. Ese
alguien se lo contaba también al oído a otro alguien, y así
sucesivamente, de Pepillo a Mariloli, y de Gonzalito a Gutiérrez
pasando por Maripili, y tras recorrer a toda la clase debía llegar a
Ricardito, que era el último de la fila.
El primero, Agustín, fue el agraciado al que Doña Purita le contó lo
que en un principio era tan misterioso. Agustín, en cuchicheo se lo
contó a Manolín, este a Mariloli, y así, de uno a otro, fue pasando
entre miradas, risas y risitas. Excesivas risas para el parecer de
Doña Purita, que comenzó a temblar pues dudaba de si el método
serviría realmente para dar más interés y por supuesto seriedad a la
clase, tal y como le habían garantizado en el curso, o se lograría
todo lo contrario, es decir, desprestigiar la ciencia pura, y por lo
tanto a doña Purita. La maestra, en sus infundados miedos comenzaba
a cuestionarse definitiva y radicalmente las ganas de introducir
métodos didácticos modernos en el aula.
El mensaje fue pasando por todos, los cuarenta y tres, hasta llegar
a Ricardo, Ricardito, que era el último de la fila. Comenzaba en ese
momento la segunda fase del juego, en la que se debía desvelar el
misterio. Doña Purita hizo contar a Agustín lo que ella misma le
había susurrado al oído, que era más o menos algo así como que:
«
Los reyes Católicos se llamaban Isabel y Fernando, y tuvieron una
hija llamada Juana la Loca, que se casó con Felipe el Hermoso».
La maestra fue preguntando a cada uno de nosotros, para ver cómo iba
cambiando gradualmente la información y demostrar así lo que era la
distorsión de una historia o mensaje según quién la contara, las
ganas que tuviera de trasmitirla o el énfasis e imaginación que le
pusiera a la cosa.
Así descubrió Doña Purita a la altura de Rosarito, por el número
diez y ocho más o menos, que la historia de Doña Juana ya estaba en
que
«Isabel y Fernando eran unos reyes Catoliquísimos, de
comunión diaria, que se habían casado entre sí y que de resultas de
la boda, que había sido muy sonada y a la que acudieron cantidad de
príncipes de todo el mundo, y hasta el hada madrina, les había
nacido una hija, que se le enloqueció de amor y se les casó con un
príncipe guapísimo llamado Felipe, y que a la boda asistieron hasta
los jeques árabes montados en caballos blancos».
A estas alturas, a Doña Purita se le encogían los higadillos de
terror mientras se santiguaba mentalmente a dos manos y se repetía,
también mentalmente lo de
«quién me mandaría a mí asistir a ese
dichoso curso, con lo bien que estaba todo como estaba sin necesidad
de meterme en líos con esta pandilla de irresponsables que ni te lo
agradecen». Aún así,
de perdidos al río,
Doña
Purita
tomó la heroica decisión de aguantar hasta el final.
El final era Ricardo, Ricardito, que al llegar la hora de la verdad,
es decir al tener que repetir lo que supuestamente le había
comunicado al oído Maripili, se negó con rotundidad a manifestar
públicamente lo que se le había dicho. Mientras tanto, la angelical
Maripili miraba al tendido como si nunca en su vida hubiera roto un
plato, creando en Doña Purita la duda de si irse a su casa en aquel
mismísimo momento a hacer crochet y abandonar para toda su vida la
renovación pedagógica o como Mariana Pineda o la mismísima Juana de
Arco, hacer frente a las adversas circunstancias y morir dignamente
en el empeño siempre que fuera estrictamente necesario.
Así fue como insistió a Ricardo, Ricardito, para que expusiera sin
temor lo que le había contado Maripili. La clase entera dejó de
respirar para no perderse ni sílaba ni coma, y se podía oír hasta el
palpitar del corazón de la maestra cuando Ricardito, puesto en pie,
entre hipos, sollozos y gemidos, y animado siempre por Doña Purita
dijo con el último de sus resuellos:
«es que me ha dicho Maripili
que con estas gilipolleces estamos perdiendo el recreo».