De flor en flor
Antiguamente lo confundíamos todo. No distinguíamos muy bien un
decibelio de un estreptococo. Éramos capaces de escribir en un
examen que los vertebrados de sangre fría eran los que no tenían
columna vertebral, o que los reyes católicos eran Melchor, Gaspar y
Baltasar.
En fin, que estábamos hechos un lío. Sobre todo en Ciencias
Naturales, cuando Doña Purita nos explicaba los de los estambres y
los pistilos, y lo del ovario, el estilo y el estigma, o cuando las
abejitas que se iban posando de flor en flor, de paso removían el
polen y se lo llevaban a otra flor y,
«bueno, pues igual que con
el fruto que nace de ahí, pues igual nos pasaba a nosotros cuando
nos traía la cigüeña», nos explicaba Doña Purita. Y se quedaba
tan campante.
Y nosotros también, porque como lo que ponía el libro nos lo
aprendíamos de memoria y lo que decía Doña Purita nos traía sin
cuidado, el resultado era que sabíamos con toda perfección y
dominábamos al máximo lo de que los espermatozoides tenían colita y
lo de que los óvulos se implantaban y todo lo demás.
Nos considerábamos verdaderos eruditos sobre los fenómenos de la
procreación de las flores y de los animales, entre ellos los
racionales. Sin embargo nuestros conocimientos teóricos no nos
sacaban de algunas de las dudas más importantes y seguíamos sin
entender del todo infinidad cosas.
Por ejemplo lo del parto: El parto no nos lo explicaban ni medio
bien, y lo de los nueve meses era un misterio, y más misterio aún
cómo pasaba lo que pasaba.
Por esta razón surgió en la clase un movimiento de cuchicheos, de
rumores bajo cuerda, de risas, de dimes y diretes, de consultas a
diccionarios, y de miradas alevosas a Doña Purita. También nacieron
multitud de comentarios,
«que si tal y que si cual, que si no se
casaba era por fea y antipática y todo eso», que provocaron que
la maestra, sintiéndose aludida, tocada en su moral y sobre todo en
su fibra profesional, decidiera agarrar al toro por los cuernos y
preparar la contraofensiva.
La contraofensiva fue que se compró libros y láminas, se trajo unas
diapositivas de educación sexual de lo más católicas que había,
editadas por San Pablo Films, toleradas para menores de los de
entonces, y que tenían hasta el Nihil Obstat, el Imprimátur, la
Indulgencia Plenaria y la Bendición Apostólica de Su Santidad
Inocencio Octavo.
Doña Purita nos reunió a todos, nos habló como solamente ella sabía
hacerlo, llegándonos al corazón, amable y cariñosa como siempre. Con
su actitud logró el silencio más riguroso y la atención más
despierta, sin que nadie se perdiera ni una sílaba, ya que además de
su maravillosa actitud antes mencionada se preocupó de avisar,
«por si acaso y sin ánimo de amenazar», que no quería oír
comentarios, y que si alguien se reía o se daba codazos con el
vecino,
«se vería con el director, y allá él». Motivados de
esta forma por Doña Purita, comenzó la clase de educación sexual.
Vimos las diapositivas, las flores y los pajaritos en amor y
compañía y cómo se querían las criaturitas de Dios. Vimos las
semillitas en el aire, abejitas inocuas en los cielos, entre las
flores y en los campos, y a una pareja de jóvenes ante el altar, muy
sonrientes y pletóricos de felicidad interior, y por fin, a la joven
en la cama de la clínica con un precioso bebé en sus brazos,
mientras su joven y bello esposo tomándole de la mano la miraba
dulcemente a los ojos con cara de arrobo de inmaculada de Murillo.
Doña Purita explicó más tarde, a raíz de la diapositiva de la madre
joven que estaba en la clínica, que la cigüeña no existía, que los
niños no vienen de París y que ya éramos mayores para entenderlo y
que si no fuera por el amor de nuestros padres, hubiera sido
imposible que nosotros naciéramos.
Y así, y ya que se había metido en el embrollo, llegó a contarnos,
con todo el misterio, entre colores que le subían y bajaban, cómo
era lo del embarazo, y sobre todo, aunque más difícil, lo del parto.
La cosa hubiera quedado de miedo, sobre todo para Doña Purita.
Cuando terminó su explicación, la maestra interpretó erróneamente el
completo silencio reinante en la sala como una aceptación y absoluto
entendimiento de lo explicado; creyó que ya había pasado el mal
rato. Por ello resopló ampliamente, convencida de que se había
quitado un gran peso de encima.
Todo se complicó más tarde, casi inmediatamente, cuando intervino
Rosarito, que acabada la disertación de la maestra preguntó, tras
levantar la mano y que le fuera concedido el permiso de
intervención:
«Doña Purita, ya tenemos claro por dónde salen los
niños. Ahora queremos que nos explique usted también por donde
entran».