Guerra y paz
Cuando se acercaba la Navidad, el colegio se convertía en un
hervidero de actividades relacionadas con las fiestas: concursos de
belenes y de villancicos, certámenes de poesía navideña, dibujo y
pintura con motivos navideños, competiciones de crismas de Navidad,
y sobre todo, lo que más nos entusiasmaba, el maratón de zambomba,
castañuelas y panderetas que si hubiera vivido Herodes lo hubiera
solucionado, como era su costumbre, por real decreto y a base de
sangre de infantes.
Durante el mes de diciembre, el lema que se respiraba por todo el
colegio era el de
«Todos contra todos». Algo así como lo de
la ley del más fuerte, la de la selva o lo de la supervivencia de
las especies de Darwin. Las normas para participar en el concurso
final dejaban claro que primero había que triunfar en cada clase,
quedando entre los tres primeros. Esto traía como consecuencia que
Rosarito tuviera que competir contra Pepillo, cuando eran tan
amigos, por el primer puesto en tarjetas de Navidad y que Mariloli y
Gutiérrez se tuvieran que pelear para ganar el concurso de letras
para Villancicos.
Cada clase, por otra parte, realizaba un belén y preparaba un
villancico, con el fin de extender la batalla a todo el colegio y
que las fiestas de Navidad se prepararan en el clima más adecuado de
paz, hermandad, libertad, igualdad y fraternidad. Cuando ya la
batalla interna de cada curso se había desarrollado, es decir,
cuando se sabía quienes eran los ganadores de cada clase, todo el
mundo, dentro de su aula, olvidaba sus anteriores rencillas y en
actitud corporativa se preparaba para la batalla final. Nos hacíamos
fanáticos defensores de quién o quiénes defendían el día del
concurso final los colores de nuestro grupo. La clase entera se
disponía entonces con uñas y dientes, llena de camaradería navideña
y de espíritu cristiano para que sus paladines ganaran, sin importar
los medios, el trofeo que más tarde simbolizaría durante el año la
unidad y la paz.
Aquel año llegó el día de la fiesta dentro de un ambiente de
sangriento torneo medieval. El salón de actos, adornado con
banderolas, gallardetes, guirnaldas y colgajos, parecía el patio de
armas de un castillo de película, mientras los altavoces voceaban
villancicos a todo trapo y las abuelas y los padres de todos los
participantes llegaban con la esperanza de apoyar con su presencia
la victoria de hijos y nietos.
El acto se desarrolló sin mayores incidentes, salvo las treinta o
cuarenta veces que don Honorato hizo guardar silencio a los que
interrumpían cantando lo de
«ra, ra, ra, los de tercero ganarán»,
sin dejar oír ni una pizca de los maravillosos villancicos cantados
por el resto. Todo fue muy bien, reitero, hasta que ocurrieron los
ominosos, abominables y azarosos hechos de los que nos ocuparemos a
continuación y que como siempre, son los únicos que pasaron a la
posteridad acumulándose a los anales de la historia del colegio.
Voy a intentar relatarlo. El jurado lo componían: el dire,
por ser el Director, doña Purita por ser la profesora de Literatura,
y el papá de Julito, un niño de cuarto curso, que por tener un cine
era el que más sabia de espectáculos. El jurado concedió el premio
de villancicos a Noche de Paz, cantado por el coro de
cuarto curso. El problema no hubiera existido a no ser porque en el
grupo ganador estaba Julito, que como hemos dicho antes era hijo de
un miembro del jurado. Y se lo pueden ustedes imaginar.
La historia interpretará los hechos y dará la razón a quien la
tenga, pero aquel día quedará en la memoria de todos como quedó lo
de la Noche Triste para los conquistadores españoles de
Méjico. El salón de actos entero se venía abajo con los gritos de
«abajo el jurado»,
«¡vendidos!»,
«Julito enchufado»,
y cosas peores, mientras otros muchos, subidos en las butacas,
cantaban perdiendo el resuello lo de
«¡Pero mira como beben los
peces en el río...!»
a ritmo y volumen de tribu africana
preparándose para la guerra. El dire, pegado al micrófono
intentaba hacerse oír por las turbas con lo de
«Hay que saber
perder», o lo de
«lo importante es participar»,
«paz,
paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
El guirigay continuó por mucho tiempo, mientras varias abuelas se
desmayaban, los abuelos las defendían con sus bastones y los
maestros actuaban como fuerza pública reprimiendo a los que tocaban
las zambombas, castañuelas y panderetas mientras seguían cantando,
berreando más bien, in crescendo, lo de
«Beben y beben y vuelven
a beber...». Y los altavoces, los pobres, intentaban sin
resultado hacer oír su pacífico y navideño
«Noche de Paz».