Guisando que es gerundio
Además del recreo, que para muchos de nosotros era la única razón de
existir del colegio y de asistir al mismo, lo que más nos divertía y
dónde mejor nos lo pasábamos era en las clases de Historia de
España.
Don Honorato se esmeraba diariamente en hacerlas agradables. Era de
admirar lo que aquel santo varón, tantas veces vilipendiado, hacía
para que entendiéramos que los españoles éramos el pueblo
privilegiado de la tierra, y que nuestros héroes patrios eran mucho
más héroes que todos los héroes y semihéroes de todos los demás
países y pueblos de la tierra juntos.
Don Honorato nos contaba historias antiquísimas, de los tiempos en
los que ni siquiera él había nacido, y otras no tan antiguas pero no
por ello menos heroicas.
Debido a las historias de Don Honorato, o a su forma de contarlas, a
todos nos daban muchas más ganas de ser españoles. Incluso a
Francoise, al que llamábamos Fransuá porque era de Tulús de la
France, el pobre, le hubiera gustado ser por lo menos descendiente
de algún celtíbero aunque fuese solamente por parte de padre.
Los mayores enemigos históricos de Don Honorato eran los que se
inventaron, redactaron, publicaron y extendieron la nefasta
Leyenda Negra, cuentos mal intencionados y calumniosos
«creados por los envidiosos adversarios de nuestro país y de nuestra
raza para desprestigiarnos ante Europa, América y el Japón». La
Leyenda Negra intentaba demostrar que nuestro país
«no había
realizado gesta gloriosa alguna en el mundo, y que solamente un
puñado de vagabundos aventureros, por razón de su hambre y su afán
de riqueza, había destruido personas, países y culturas, con la
excusa de la cruz y por medio de la espada».
Los portugueses, por ejemplo, intentan demostrar que Viriato era
lusitano, o sea de un pueblo de Portugal, lo que nos sentaba fatal,
porque todos sabíamos, y Don Honorato lo demostraba con su
entusiasmo, que Viriato fue el español que más veces instigó y
derrotó a los invasores romanos.
O lo de Cristóbal Colón , mucho más grave por cierto, del cual casi
todo el mundo afirmaba que era genovés, y que se llamaba Cristóforo
Colombo para más inri, pero del que Don Honorato afirmaba que
«hasta ahí podíamos llegar», pues Colón era sin ninguna duda
hijo de un hidalgo español originario de un pueblecito cercano a
Ciudad
Real
(1).
A Don Juan de Austria, lo trataba fatal la Leyenda Negra, y
aunque no había nacido ni en España, ni siquiera en Austria, sino
que vio sus primeras luces en Ratisbona, se ganó a pulso el ser
español, y de los de verdad, pues no solamente era hijo de Carlos I
de España y Quinto de Alemania sino que además se hartó de ganar
batallas a todos los extranjeros que se le ponían por delante, ya
fueran flamencos, turcos, moriscos o franceses. Y ahí era donde les
dolía a los que escribieron la Leyenda Negra.
Y solo hubiera faltado, como decía Rosarito, que hubieran dicho
también
«que Agustina de Aragón no era española sino sueca o
neozelandesa o algo así de fuera de España. Todos estábamos muy
orgullosos por lo bien que le sienta su cañón, que en las jotas rima
no solamente con Aragón, sino también con invasión, con jamón y con
Napoleón».
Rosarito no sabía en esos tiempos que Agustina, que en verdad se
apellidaba Saragossa y Doménech no era ni siquiera de Zaragoza, ya
que había nacido en Barcelona en 1790, muriendo santa y
patrióticamente en Ceuta en 1858. Por lo menos, aunque catalana, no
era extranjera, aunque muchos lo hubieran querido.
Don Honorato, poco a poco, nos iba haciendo gustar la historia. El
ejemplo más claro se dio cuando llegamos a lo de Isabel la Católica,
cuya santa vida nos contó con pelos y señales: de cómo se había
enfadado muchísimo con su hermanastro Enrique el cuarto, conflicto
que dio lugar a una guerra civil en Castilla; de como la misma
Isabel, tan católica, tuvo que sacrificarse para casarse con el rey
Fernando de Aragón, que a pesar de ser también tan católico se lo
tuvieron que consultar a su hermano Enrique; y aún así lo que les
costó casarse, que más parecía un serial radiofónico; de como su
hermano Enrique debía ser un rey muy raro pero como era el que
mandaba hasta Isabel le obedecía; de cómo, y así de paso, entre su
hermano Alfonso, los nobles, y ella misma se quitaban de en medio a
Juana la Beltraneja, hija de Enrique el Cuarto pero de la que las
malas lenguas decían que su padre no era su padre sino un tal
Beltrán y que por lo tanto no era princesa.
La tal Juana a todos nos caía muy mal, sin saber porqué, tal vez por
el nombre, o porque daba sensación de ser fea y de poco fiar, o
porque la historia cuenta lo bueno de unos y lo malo de otros. Ni se
sabe porqué, el caso es que nos caía mal la Beltraneja.
Todo esto Don Honorato lo tenía clarísimo e intentaba que nosotros
también lo entendiéramos, pues era fundamental para comprender la
unidad nacional y toda la historia de España.
Y al grupo entero de la clase le daba una pena inmensa Don Honorato
por lo mucho que se esforzaba y los copiosos sudores que se llevaba
por explicar lo de los Enriques y la Beltraneja,
«¡qué nombre le
pusieron a la pobre!», que al final se metió a un convento.
También nos daba lástima cuando quería que consiguiéramos una clara
idea de lo de Isabel y Fernando, y todo el lío que se organizó en
Castilla.
Menos mal que se llegó a un acuerdo entre todos, explicaba Don
Honorato, firmado en el mismo lugar en el que están los toros, en
Guisando. El convenio al que llegaron se llamó desde aquel fausto
día La Concordia de los Toros de Guisando, o
vulgarmente, el pacto de Guisando. Y de ahí, por lo visto, y al
decir de Don Honorato y de los historiadores de aquel tiempo, todo
quedó claro en Castilla entre Enrique el Cuarto e Isabel la
Católica, su hermanastra a decir verdad.
Don Honorato pensó que todo había quedado igual de claro para
nosotros porque le poníamos cara de que estábamos de acuerdo, y
además porque cuando preguntó que si todo estaba claro le dijimos
que estaba no ya claro, sino clarísimo, y que le habíamos entendido
perfectamente. Y es que nos daba pena el esfuerzo que había hecho, y
hasta le aplaudimos y todo cuando acabó la explicación.
Por eso al día siguiente Don Honorato se quedó de piedra, como los
toros, cuando al preguntar a Manolín nada más empezar la clase de
Historia:
«Señor Fernández, ¿qué sabe usted de Guisando?»,
Manolín le contestó rápidamente, sin dudar, corto y con precisión,
sin inmutarse en lo más mínimo:
«Guisando es el gerundio del
verbo guisar, Don Honorato».