El cielo está muy alto
A Don Honorato le fascinaba la astronomía. Era su pasión verdadera y
su frustrada vocación. Los ratos libres los dedicaba a todo lo que
tenía que ver con planetas, el espacio, los telescopios y las
constelaciones. Por las noches se pasaba horas y horas rastreando el
firmamento a la busca y captura de cometas perdidos. Investigaba
sobre los anillos de Saturno, contaba los cráteres de la luna, se
sumergía en galaxias que no veía o seguía el rastro de algún
satélite artificial.
A nadie entre los de la clase le hubiera importado ni poco ni mucho
la gran afición de Don Honorato por las ciencias del espacio si no
hubiera sido porque sus aficiones las pagábamos con creces. La gran
cantidad de ceros que coleccionamos entre todos a lo largo de los
años debido a la astronomía de Don Honorato puede considerarse tan
infinita como el número de las estrellas o la extensión del
Universo.
La astronomía era punto de partida, excusa y motivo de casi todos
los temas, asignaturas y lecciones. Cuando daba Literatura o Lengua
todo se convertía en composiciones a la luna, y Agustín, el muy
cursi, siempre ponía lo de
«la luna en el mar riela...», o
cosas parecidas.
Cuando entrábamos en las Ciencias Naturales o en Física no perdonaba
nada que tuviera que ver con el espacio: medíamos la distancia entre
los planetas, estudiábamos el espectro solar, pesábamos cuerpos
celestes o buscábamos en el mapa del cielo las dos Osas, las tres
Marías, el cuadrilátero de Pegaso o Aldebarán. En fin, que nos traía
por la calle de la amargura. Y para mayor escarnio, cuando nos daba
algún coscorrón, que era a menudo, nos hacía ver las estrellas.
Cierto día Don Honorato explicaba su lección sobre el sol, el
sistema solar y la tierra. Estaba traspuesto de emoción como siempre
que hablaba de distancias siderales,
«inconmensurables» las
llamaba él.
En una ocasión afirmó tajantemente que el sol se encontraba nada
menos que a ciento cuarenta y nueve millones de kilómetros de la
tierra, millón arriba, millón abajo. Lo expresó con tal énfasis que
la clase entera se sintió con la ineludible obligación de proclamar
con un
«¡Ohhhhh!» no solamente la emoción que sentíamos en
nuestro corazón por la gran cantidad de kilómetros existentes entre
la Tierra y el Sol, sino el manifiesto interés que nos producía el
depender del astro rey, el estar inmersos en el sistema solar, y el
agradecimiento al creador por haber realizado un engranaje tan
perfecto y a la vez tan misterioso entre los cuerpos espaciales.
Tan desusada manifestación de entusiasmo, debió parecer a Don
Honorato excesivamente emotiva y estruendosa como para ser
espontánea, ya que murmullos de emoción de tal calibre solamente se
producían cuando la selección española de fútbol encajaba algún gol
a los ingleses.
Don Honorato se olió el cachondeo, se temió lo peor, e intentó
reconducir la clase, procurando salvar su autoridad sin tener que
emplear medidas de dureza excesiva. Lo hizo muy bien. Detuvo su
magistral disertación y habló con tono paternal, el más familiar que
logró reproducir a pesar de que su procesión se le paseaba por
dentro. Con el timbre de voz que utilizaba siempre que se auguraba
tormenta, preguntó:
«¡Qué!, ¿les parecen a ustedes muchos
kilómetros?»
En aquellos casos y ante preguntas tan generales casi nadie hacía
uso de la palabra, para no caer en evidencia ni contradicción, y la
mayoría procuraba esconder el bulto detrás del vecino, o haciendo
como que miraba con interés el libro, o dirigiendo los ojos a puntos
indefinidos del techo, o a donde fuera.
Sin embargo aquel día, tal vez porque el tema lo requería, o porque
así estaba escrito en las estrellas, o simplemente porque se lo
pidió el cuerpo, Rosarito intervino: contestó con toda rapidez, sin
inhibiciones, y con su volumen de voz característico:
«¡Jo!, Don
Honorato, ciento cuarenta y nueve millones de kilómetros, ¡como para
andarlos en bicicleta!».
Don Honorato sintió en ese momento en su interior un impacto moral
de características extrañas: como si un gusanillo le corroyera la
cavidad abdominal. Intuyó en ese mismo instante que su autoridad
quedaba en solfa. No solamente por la intervención de Rosarito y la
experiencia de tantos años en las aulas, sino porque la estruendosa
carcajada que se produjo fue complementada con pateos y alaridos
estilo Tarzán de los monos. Por si fuera poco, el chiste no se le
había ocurrido a él.
Don Honorato decidió aguantar el tipo por el momento, y sonriendo de
medio lado, simuló que el chascarrillo le había producido una gracia
inmensa. Hizo, sólo Dios sabe lo que le costó, oídos sordos a la
monumental carcajada producida, y paciente, con la madurez que le
daban sus muchos años decidió esperar mejor ocasión para recuperar
con dignidad su, según él, deteriorado prestigio. Algo así piensan
los árabes cuando se sientan delante de la casa a esperar que pase
el cadáver de su enemigo.
La ocasión llegó al día siguiente, cuando Rosarito fue requerida
para contestar a la pregunta de
«¿cuántos kilómetros hay de
distancia entre la tierra y el sol?», que Rosarito contestó sin
vacilar.
Ahí dio comienzo el desliz. Desastroso y fatídico día aquel en el
que alguna musa maligna de la venganza inspiró negativamente a Don
Honorato con el fin de que viera pasar el cadáver antes mencionado.
En ese momento encontró la ocasión esperada de hacer el chiste que
el día anterior no le fue posible, contestando a Rosarito:
«¿Qué?, como para recorrerlos en bicicleta, ¿verdad, Rosarito?.
Rosarito, rápida como siempre, contestó imperturbable:
«¡Y además
cuesta arriba, Don Honorato!».