Renovarse es morir un poco
(o las enjundiosas reflexiones de Doña Purita)
Toda su vida, Doña Purita pensó que era mejor renovarse que morir.
Aunque ya peinara algunas canas aún se sentía joven y emprendedora,
y se apuntaba a cuanto curso, reunión, lección magistral,
inauguración, jornada de trabajo, congreso, simpósium, taller,
escuela de verano o actividad de perfeccionamiento se le cruzase por
el tablón de anuncios de la escuela.
Fue así como a lo largo de su vida, había hecho acopio de una
colección bastante considerable de papeles, títulos, certificados y
diplomas, que además de llenar dos paredes completas de su
domicilio, acreditaban, y esto es lo importante, que durante
muchísimas horas de su vida había estado de cuerpo presente en
multitud de actividades formativas y de perfeccionamiento.
No es que ella considerara que los títulos y diplomas fuesen lo más
importante y un único motivo para realizar tan gran cantidad de
actividades formativas,
«que Dios me libre ni tan siquiera de
pensarlo» sino que lo hacía en aras de su propia renovación y
por lo tanto en beneficio de sus alumnos.
Si además, de propina, le daban un certificado
«pues tanto mejor,
que a nadie le amarga un dulce y un papel nunca viene mal»,
reflexionaba Doña Purita.
A Doña Purita su afición a renovarse le traía propias y personales
dificultades que le hacían considerarse bastante desafortunada:
incomprendida por los padres de los alumnos que no entendían porqué
los maestros estudiaban durante el curso y no en vacaciones,
«que
ya está bien, que tienen más vacaciones que nadie»;
incomprendida por el director del colegio y por sus propios
compañeros de trabajo,
«parece mentira, porque hay que ver que
nos tenemos que quedar cada dos por tres con su curso, con lo
bestias que son».
Y es que a los maestros que se dedican a renovarse, según Doña
Purita, no les dan ninguna facilidad. En primer lugar porque los
cursos de perfeccionamiento se realizan casi siempre en escuelas,
con lo incómodas que son,
«y no como los empleados de la Banca,
que cuando asisten a cursos lo hacen en Hoteles de cuatro o cinco
estrellas», y
«los maestros sólo tenemos en común con los de
los bancos el que nos hacen sentarnos en bancos durísimos de las
escuelas, en los mismos que se sientan los niños y eso ya lo tuvimos
que pasar en su momento y a otra edad».
Otra dificultad gordísima que le encontraba Doña Purita a las
actividades de perfeccionamiento era lo de los dineros: la absoluta
carencia de dietas y otras ventajas económicas,
«y no como los de
los Bancos, a los que les pagan las dietas, todos los lujos, y
encima les dan dinero para sus gastos de bolsillo».
Para Doña Purita, la Administración tenía la culpa de casi todo ya
que
«no cotiza ni valora el esfuerzo que los maestros hacen por
perfeccionarse»,
«y las ganas que tenemos se le quitan a una,
con tantas dificultades como te ponen, que hasta a los empleados de
la Banca les benefician con pluses sus horas de perfeccionamiento»,
y los intentos constantes para que todas las actividades formativas
del profesorado tuvieran efecto en horas no lectivas,
«no como
los empleados de los Bancos, que todo lo hacen en horas de trabajo».
Sin embargo todo tiene su lado bueno: lo mejor del perfeccionamiento
del profesorado eran los momentos inefables en que Doña Purita,
sentada en el duro banco de alguna antigua escuela, volvía a ser
niña, rememoraba su infancia, se reunía con compañeros de trabajo y
soñaba con sus travesuras escolares, ya lejanas. Eran los ratos
inolvidables en que Doña Purita se encontraba en el éxtasis que
existe entre la ensoñación y el sopor (dicen las malas lenguas que
en cierta ocasión el profesor debió parar una erudita y sabia
disertación debido a sus ronquidos). Esto sucedía mientras que la
lejanísima voz del sabio profesor, ya citado en el paréntesis, se
esforzaba en hablar y hablar sobre lo maravillosa que era la
renovación pedagógica.
Otras veces, en estos cursillos se discutía en grupo lo maravillosa
que era la renovación pedagógica, creando en nuestra maestra
inexcusables deseos de perfeccionamiento, de aplicación inmediata de
todo lo aprendido en el curso, y la imperiosa necesidad de contar a
sus compañeros, a la vuelta a la escuela, la experiencia
deslumbrante de la innovación pedagógica.
Lo peor del perfeccionamiento del profesorado, era la vuelta al
aula, a la clase, al duro y diario bregar, al tajo, a la brecha.
Allí todo lo que Doña Purita había escuchado, debatido y asimilado
con claridad meridiana, se volvía confuso, se cuestionaba, se ponía
en solfa, porque Manolín, Rosarito, Agustín, Gutiérrez, Maripili y
los demás se hacían impermeables al perfeccionamiento, preferían
seguir como estaban, porque
«más vale malo conocido que bueno por
conocer».
Había que ver a toda esa pandilla de inmaduros cuando convertían la
dinámica de grupos, que tan buenos resultados daba en otros sitios,
en un soberbio guirigay que levantaba de sus mausoleos a los
antepasados, todos maestros, de Doña Purita, y de su silla al
director del colegio, que se veía obligado a intervenir y poner
orden.
O cuando Doña Purita pretendía implantar lo de las libertades y la
participación en el aula y aquellos irresponsables convertían el
aula, de suyo tan silenciosa, en algo que más parecía la Asamblea
Francesa en los peores tiempos de la Revolución.
O cuando Doña Purita intentaba que los de la clase hicieran
investigación en el aula y los susodichos irresponsables e
inmaduros, es decir, Maripili y Gutiérrez, Rosarito y Manolín, y los
demás, llevaban a la práctica eso de que lo de trabajar no iba con
ellos y
«que trabajara Doña Purita que para eso le pagaban»,
y que les dijera que cuándo tenían los exámenes para prepararlos con
tiempo y que todas la novedades que querían implantar ahora los
maestros eran solamente par fastidiar a los alumnos con actividades,
proyectos, investigación o evaluaciones continuas. No como antes,
cuando los exámenes se hacían cada tres meses, se avisaban con
tiempo, y todo el mundo tenía ocasión más que suficiente de preparar
su ánimo y sus chuletas.
Era en aquellos momentos cuando Doña Purita pensaba otra vez en lo
de
«renovarse o morir», y cuando se hacía el lío y no sabía
si morir o renovarse, o si renovarse o si morir, o si renovarse le
llevaría a la tumba con sus antepasados, maestros todos ellos, que
nunca se plantearon lo de que si renovarse o morir y que sin
embargo, aun así, aunque algunos sí se renovaron igualmente se
murieron.