El aula sin muros
(ver nota 1)
Una de las cosas más importantes que tenía nuestro colegio eran las
paredes. No solamente porque servían para sujetar el tejado, que nos
defendía de los calores del verano y de las inclemencias del
invierno, sino porque además las paredes tuvieron una importancia
decisiva en nuestra infancia, adolescencia y juventud por razones
múltiples y variadas.
Aunque alguien pueda dudar de ello, de las paredes, que servían para
colgar el crucifijo, el mapa de Australia, el sombrero de don
Honorato y el calendario con las fiestas y el santoral, dependía
además íntegramente nuestra instrucción, nuestro futuro y toda la
formación que recibíamos.
Porque las paredes impedían durante varias horas al día que
tuviéramos contacto con el mundo exterior y ayudaban a nuestra
educación teniéndonos seguros y recogidos desde que llegábamos al
colegio hasta la hora del timbre de salida.
Además de todo lo dicho, las paredes de la clase eran un recurso
didáctico de primera categoría que todos los profesores utilizaban
continuamente y con profusión,
«tú, Pepillo, de cara a la pared»,
con el fin de que nos interesáramos por la lección del día, o por la
explicación de doña Purita, o para evitar que Maripili y Agustín
siguieran jugando a los barquitos en vez de hacer multiplicaciones.
Las paredes de la clase servían entonces como instrumento de
catarsis o de muro de las lamentaciones.
Si contáramos por días, horas, minutos y segundos el tiempo total,
que entre colegios e institutos nos hemos pasado mirando a la pared,
contando las líneas de la madera, imaginando figuras con las manchas
de humedad, o agrandando los agujeros del yeso, los títulos que nos
dieron debieran haber certificado nuestra aptitud como expertos en
paredes, bachilleres en tapias de ladrillo, y graduados o diplomados
en tabiques y mamparas.
Lo cierto es que de matemáticas, de ciencias, de religión o de
historia no aprendimos mucho, aunque nos supiéramos de memoria todas
las líneas, agujeros, rayajos, desconchaduras, raspones y
«abajo
don Honorato» que había en las paredes del colegio.
El colocarnos
«de cara a la pared» era algo imprescindible a
la hora de conocer la ciencia pura, ya que nos daba oportunidades
únicas para la contemplación y la filosofía, nos permitía la
reflexión íntima, nos adiestraba en la observación de materiales,
formas, texturas y colores diversos y de paso agilizaba nuestra
creatividad y fantasía, haciéndonos salir mentalmente de clase sin
necesidad de mirar por la ventana.
Como valor añadido hacia la institución educativa es necesario
señalar que, aparte de todas las ventajas didácticas, el tenernos de
cara a la pared, pensando en lo bien que se pasaba en el exterior,
era mucho más barato que llevarnos de excursión al campo o a la
playa.
El estudio de las paredes era para nosotros el de una asignatura
más, con la diferencia de que nadie nos examinaba de ella, y con la
ventaja de que compendiaba en pocos metros cuadrados, toda la
sabiduría que nos daba la escuela
(2).
Sin embargo había una experiencia, por la que nuestros maestros y
profesores nos hacían pasar con frecuencia, que a mi juicio superaba
con creces la de las paredes.
Era cuando doña Purita decía por ejemplo:
«tú, Pepillo, al
pasillo». El pasillo era maravilloso, ya que daba a la vida
escolar una nueva dimensión, la de salir del aula, con lo que ello
implicaba de aventura, de misterio, de placer prohibido y de
libertad (aunque fuera vigilada).
Mientras el castigado andaba a sus anchas por el pasillo todo el
mundo penaba en la clase de geometría, aguantando el chaparrón y las
sabias explicaciones de la maestra sobre áreas y volúmenes.
Sin embargo, lo más importante del pasillo es que a la libertad
antes referida, que podría en algunas cabezas mal pensadas tomarse
por libertinaje, se añadía otra libertad sana y didáctica por demás;
a los que estábamos en el pasillo se nos daba la oportunidad de que
disfrutáramos de otra maravillosa e inigualable experiencia.
Podíamos seguir las clases de geometría e incluso las de literatura
caucasiana a través de un punto de vista diferente, en vivo y en
directo, con un interés singular: por el ojo de la cerradura.
(2)
«Con lo caro que está el metro cuadrado edificable y la
carencia tradicional de lugares abiertos de esparcimiento,
esto último puede ser considerado por las autoridades
gubernativas como dato a tener en cuenta, para ahorrar en
educación y poder dedicar los bienes del estado a cosas más
productivas. Ejemplos: Buscar petróleo o uranio, investigar
sobre algún híbrido de fruta tropical que permita su cultivo
en los Monegros, etc. etc.»
(Nota del editor: El anterior comentario, manuscrito en su
origen, fue probablemente introducido por algún lector
cabreado. Hemos preferido no eliminarlo en la presente
edición, para que el lector aprecie los sentimientos que a
lo largo del tiempo han despertado los recuerdos que se
expresan. En todo caso, el editor no se hace responsable de
las opiniones vertidas ni de otras que pueden ir surgiendo
en estas páginas).