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La tibia y el peroné

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

La tibia y el peroné


 

El laboratorio de física y química tenía para nosotros una atracción muy especial. Que se supiera, nunca había entrado nadie en él desde tiempo inmemorial. Sabíamos de su existencia por un letrero de metal en la puerta y por los rumores que corrían sobre sus fabulosos misterios.

 Se decía que dentro, aparte de polvo y telarañas, había un esqueleto de un muerto de verdad, con sus tibias, sus peronés, sus costillas, sus ungüis, sus nasales, sus maxilares superiores, su maxilar inferior, sus palatinos y el temporal...y sus etcéteras, etcéteras.

 Ricardito decía saber de muy buena tinta que el esqueleto era de uno de los albañiles que hicieron el colegio, y que lo dejaron allí para que no contara terribles secretos del laboratorio. Ricardito había leído mucho a Salgari. También se contaba, aunque nunca se pudo demostrar, y sonaba a infundio malintencionado que allí se vio un día a Doña Purita, haciéndose manitas con el profesor de gimnasia.

 En resumen, el laboratorio era un lugar oculto y misterioso en el que todos habíamos soñado entrar alguna vez, algo aparentemente imposible. Como todo lo desconocido, el laboratorio tentaba nuestra curiosidad y daba pábulo a la más increíble imaginación, que hacía que nos inventáramos historias que tenían que ver con aparecidos, redomas y retortas de alquimistas medievales, con la piedra filosofal y con Doña Purita y el profesor de gimnasia. 

Cuando Don Honorato nos dijo en cierta ocasión que al día siguiente íbamos a ir al laboratorio a ver unas diapositivas sobre códices miniados del Monasterio de Guadalupe nos costó creerlo. Lo disfrutamos igual que si estuviésemos en vísperas de fiesta y nos dispusimos de la misma manera como si entrar al laboratorio fuera ir de safari al Alto Volta.

 Hicimos toda suerte de preparativos y planes al mismo tiempo que esa noche nuestras familias entraron en función: la madre de González preparó una tortilla de patatas, la de Manolín un pollo empanado que se salía del bocadillo; a Rosarito, que quería guardar la línea, le pusieron dos bocadillos de chorizo, tres de queso, uno de lomo embuchado y tres empanadillas de atún por si se quedaba con hambre, «que estáis creciendo», le dijo su madre.

 Y todos, ni qué decir, llenos de emoción: Maripili soñó toda la noche con el esqueleto del capitán Morgan, que tenía una muela de oro que brillaba, con su tibia y su peroné cruzadas debajo de la barbilla y una espada llena de joyas que le atravesaba el cráneo como había visto en la película La Isla del Tesoro.

 A la mañana siguiente llegamos al colegio con casi una hora de antelación por causa de los nervios. Pepillo, Gutiérrez y Juanito Rodríguez aparecieron con mochilas, viseras de playa y un cordaje de escalada completo como para subir al Everest.

 Don Honorato se mosqueó bastante cuando nos vio tan preparados para la excursión, pero no dijo nada porque para él también era un día fuera de lo normal, y estaba tan radiante y feliz como nosotros. Llegó el momento. Nos acercamos a la puerta del laboratorio, donde se hizo un silencio sepulcral. Don Honorato abrió la puerta y fuimos entrando poco a poco, sobrecogidos, conteniendo la respiración, como quien entra a las Cuevas de Altamira o a la cámara mortuoria de Amenofis IV.

 Nuestras expectativas comenzaron a verse cumplidas con creces cuando vimos la gran cantidad de instrumentos, tarros, alambiques, maquinaria antigua, animales disecados y aparatos que hubieran hecho las delicias de cualquier alquimista del medievo. Todo aquello nos puso en situación de aventura inmediata. Don Honorato, que por lo visto no estaba de fiesta del todo, ordenó que nos sentáramos en una especie de graderío de circo en pequeño y mandó apagar las luces.

 Códices, manuscritos, miniados y textos del siglo XVII pasaron por la pantalla, y Don Honorato, monotemático, erre que erre, diapositiva tras diapositiva, explicaba sin compasión cada rasgo, detalle, letra o matiz. Hubo patadas de protesta, rechiflas, silbidos y cuchufletas, amparadas por la oscuridad absoluta del recinto. A más de cuatro se les ocurrió la tenebrosa idea de fabricar, con los potingues expuestos en los anaqueles del laboratorio, una pócima letal que pusiera fuera de combate a Don Honorato de por vida.

 Nuestras aventuras acabaron sin pena ni gloria por aquel día. Los sueños de toda una noche, la diversión atisbada por unas horas, el riesgo de lo desconocido, el placer de lo prohibido y las emociones preparadas, quedaron  por los suelos.

 Nadie pudo nunca imaginar que un laboratorio con tantas posibilidades de incontables aventuras fuera desaprovechado de tal manera por Don Honorato. Redomas, esqueletos, pócimas y ungüentos, brebajes y encantamientos, y hasta un gato disecado con el que se pensaba dar un buen susto a Doña Purita, se fueron al traste por unos códices miniados del siglo XVII que a nadie le importaban mas que a los benditos monjes que los hicieron y a Don Honorato que al fin y al cabo así debía ganarse su sustento y el cielo, al mismo tiempo que se le acrecentaba su vocación educativa enseñándolos.

 Cuando años después alguien nos preguntaba cómo era lo que había en el laboratorio de física y química, nosotros le contábamos que dentro había un esqueleto con su tibia y su peroné y que se contaba que una vez habían visto allí a Doña Purita haciendo manitas con el profesor de gimnasia. 

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez