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El circo

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

El circo


 

Por fin llegó el día de las primeras comuniones. Era uno de los más esperados del año y, como casi siempre, resultó de un calor insoportable, para que lo sudáramos bien y así lo recordáramos de por vida, igual que los zapatos nuevos que había que sobrellevar hasta la noche y a la tía Vicenta que no dejaba de decir «pero qué reguapo estás con el traje nuevo» mientras te comía a besos.

En la puerta de la iglesia aguantaba la escuela entera bajo un sol de justicia, esperando que comenzara la ceremonia y pensando que porqué tenían que estar allí con lo maravillosamente bien que se estaba jugando en otra parte. También solían estar presentes la pareja de la Guardia Civil en traje de gala y una Cohorte Romana, que solamente salía en fiestas tan señaladas como Semana Santa o el día de la Virgen y que sudaban como todo el mundo la gota gorda a pie firme pero dándole solemnidad y seriedad al acto. 

El desfile comenzaba en la puerta de la escuela. Allí se organizaba poco a poco el cortejo, como en todas las procesiones, en que los primeros siempre van delante, como decía Don Venancio, el cura, cuando quería hacerse el gracioso. Primero venía la cruz. A la cruz la vestían con un faldón parecido al que lleva la Virgen de los Remedios, con unos volantes como el traje de las folclóricas. Después, y entre niñas vestidas de blanco que habían hecho su primera comunión en años anteriores, llegaban los estandartes, de los cuales colgaban cintas que llevaban, en premio, los que mejor se habían portado aquel año. 

Detrás de la Cohorte Romana, se colocaron los monaguillos, que en aquella ocasión fueron Agustín y Ricardito, porque Don Honorato decidió que más valía tenerlos con las manos ocupadas en el incensario que incordiando al resto del personal. Vestían de sotana roja y sobrepelliz de encaje. Ya lo afirmó la abuela de Ricardito «parecen ángeles mismamente». Tras los acólitos, estaban situadas las niñas que iban a hacer la primera comunión. Todas de novia, todas de blanco, todas de tul ilusión. Con la diadema, con el bolsito, (o faltriquera que hubiera dicho Cervantes, don Miguel), y con el rosario de nácar, el librito de nácar y con la mirada de nácar, perdida «como la de Santa Teresita del Niño de Jesús», que decía doña Purita, y «como Dios manda».

 Don Honorato dirigía a los niños, que marchaban como se debe en esos casos, «¡tú!, mira al frente», «¡que se note que sois hombres!», «marchad con devoción y marcialidad». Primero venían los Almirantes, con sus espadines, Gustavito, el hijo del sargento que iba como don Juan de Austria el día que derrotó a los turcos en Lepanto, y Gerardito, que vestía de Comendador Mayor de la Orden de Calatrava, con sus cruces rojas en la capa. Tras ellos, los marineritos de tropa, que era la mayoría, y al final los tres niños pobres vestidos de civil, aunque con un lazo dorado en el brazo izquierdo, producto de alguna caridad. Así como suena. 

En la ceremonia no sucedieron demasiadas cosas dignas de notar, salvo las normales en estos casos, como lo del humo de los cirios que hacía toser a Rosarito mientras la madre de Pepillo le decía todo el tiempo «Chist, chist». Lo que sí causó un gran impacto, hasta el punto que se comentó durante lustros, fue lo de Ricardito, que se tomó tan en serio lo del incensario y le aplicó tal brío que al parecer, sin querer, le dio en la parte baja posterior al sacristán. Parecían fuegos artificiales de tantas chispas como echaban tanto el incensario como el mismo sacristán. 

También dio que hablar lo de don Venancio, el cura, que se enfadó una barbaridad cuando entre la calderilla de la colecta encontró los botones del traje nuevo de Manolín, el cual los había depositado con la buena y sana intención de gastarle una broma simpática a Agustín, que era el que pasaba el cepillo. Tampoco le gustó nada lo de los botones a la madre de Manolín, el cual se llevó a su vez, a su vuelta a casa, además de una seria reprimenda, unos formidables azotes en el lugar en el que la habían salido chispas al sacristán. 

Sin embargo, lo que nunca olvidaremos fue lo de Gonzalito, el hermano pequeño de Maripili, que no se sabe si porque aquello le pareció muy aburrido, o porque nunca había estado en ceremonia parecida, o porque de tanto ver desfiles, uniformes, trajes extraños, tanta luminaria y música y de oír hablar por altavoces a voz en grito, o simplemente porque se le antojó, el caso es que preguntó lo suficientemente fuerte como para despertar las iras de don Venancio: «¡Mamá!, ¿y cuándo salen los leones?».

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez