Gustavo Adolfo
De todos era bien sabido que doña Purita, desde su más
tierna infancia estuvo fervientemente enamorada de Gustavo
Adolfo. De Gustavo Adolfo Bécquer, se entiende. Amores
platónicos, castos, no correspondidos, ya que Gustavo Adolfo
nunca escribió cartas a doña Purita, ni siquiera desde su
celda, ni le dedicó rima alguna, de tantas que hizo, a pesar
de que a ella le hubiera gustado participar, aunque hubiera
sido como meritoria, en alguna de ellas.
Nunca perdonó Doña Purita a Gustavo Adolfo el haber muerto
tan joven y tan a destiempo, casi un siglo antes. El caso es
que aquél año en que doña Purita nos dio literatura,
literatura castellana, esperábamos a Bécquer, a Gustavo
Adolfo Bécquer, con la misma emoción que si se tratara de un
antepasado de todos nosotros en general y de cada uno en
particular, o por lo menos como si fuera el mismísimo novio
de doña Purita.
Meses antes de que llegara a tratarse en clase, ya Doña
Purita anunciaba la llegada del maravilloso poeta,
«lástima que muriera en la flor de la juventud», o
«lo que hubiéramos podido hacer él y yo por la humanidad».
Tan larga se nos hizo la espera que alguna de las lenguas
más afiladas de la clase llegó a preguntarse en alta, en muy
alta voz, si acaso el tal Gustavo Adolfo no vendría en RENFE.
(1)
Llegó el día señalado, o mejor dicho la tarde anterior al
día señalado para el arribo de Gustavo Adolfo, cuando doña
Purita dijo como de costumbre:
«Para mañana, la página
siguiente». Aquella noche toda la clase, es decir,
Maripili, Agustín y Rosarito y todos los demás sin
excepción, estudiamos y aprendimos hasta la última coma de
la página en cuestión, porque siendo Gustavo Adolfo del
máximo interés para doña Purita había que tenerlo muy en
cuenta en función de la nota.
Muy temprano llegamos al colegio con la lección aprendida de
pe a pa. Doña Purita, imprevisible como siempre, empezó la
clase como si nada importante sucediera, y preguntó la
lección en primer lugar a Rosarito, que segura de sí misma
contó
íntegra la vida y muerte de Gustavo Adolfo Bécquer,
sin olvidar que en realidad se apellidaba Domínguez,
«como millones de españoles que ni eran poetas ni nada».
Rosarito se explayó a gusto haciendo especial énfasis en su
efímera existencia, y en que
«su pronta muerte segó en
plena juventud la vida de uno de los más insignes y
luminosos poetas de las letras castellanas...».
La lección de Rosarito parecía de tal forma un discurso
fúnebre en ceremonia de córpore insepulto con aplicaciones
de nota necrológica que toda la clase, incluidas doña Purita
y la oradora, estalló en sollozos. Rosarito, sin poder
reprimir la emoción, tuvo que enjugar una lágrima que le
caía por la mejilla. Aunque el pañuelo estaba preparado al
efecto y la puesta en escena totalmente ensayada, el impacto
emocional para doña Purita fue tan inmenso que se sintió en
la ineludible necesidad de seguir preguntando la lección a
Rosarito, con el fin de sufrir más y mejor durante un tiempo
el éxtasis producido por los recuerdos de su amado.
Doña Purita expresó a la plañidera Rosarito el deseo de que
le glosara, comentara o refiriera alguna sensación o
sentimiento especial que le hubiera producido la obra del
poeta fallecido.
Rosarito continuó imperturbable:
«La poesía más
importante de Bécquer son sus rimas. A saber: Del salón en
el ángulo oscuro volverán las oscuras golondrinas como
enjambre de abejas irritadas fatigadas por el baile como la
brisa que la sangre orea porque son niña tus ojos».
Y Rosarito, como colofón aprendido de memorieta y bien
ensayado por cierto, terminó:
«Yo soy ardiente, yo soy
morena».
Como explicación inexcusable hay que señalar que Rosarito,
que había estudiado el libro tal y como lo ponía la lección,
sin puntos ni comas y en el mismo orden y de la misma
manera, no distinguió en absoluto que las rimas de Gustavo
Adolfo son muchas y diversas. Tampoco se enteró de que el
arpa estaba en el ángulo oscuro del salón y no volando como
abeja irritada y que las golondrinas no estaban fatigadas
por el baile sino que fueron a colgar los nidos al balcón de
doña Purita. Por otra parte ella misma (Rosarito, se
entiende), no era ardiente ni morena sino rubia y de ojos
azules. Y es que, comprendamos la situación: todo eso no lo
ponía el libro.
Tampoco ponía el libro, ni nunca pudo pensarlo ni predecirlo
Gustavo Adolfo, y menos expresarlo en alguna de sus leyendas
que aquel día, a la par aciago y venturoso, dadas sus
grandes emociones y sus particulares sufrimientos se produjo
la decimotercera lipotimia de Doña Purita en ese curso.
Nosotros, la clase en general, dormimos aquella noche muy
tranquilos.
(1)
Red Nacional de Ferrocarriles Españoles. El autor
hace referencia a que en aquellos años, los trenes
solían llegar con retraso de horas, de días o
incluso de meses o de años. Ahora, ¡Gracias a Dios!
ya no sucede eso. (N. del T.).