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El Halley trae cola

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

El Halley trae cola


 (Este relato está basado en las anotaciones del diario (1) de Don Honorato de un día 15 de Septiembre, jueves.)

 Los primeros días de cada curso siempre han sido traumatizantes para los protagonistas del drama. Tanto los profesores como los alumnos han vivido invariablemente esas fechas, sobre todo la del primer día, con la angustia propia de quien comienza una nueva etapa, un nuevo ciclo, un nuevo proceso. Algunos entendidos en psicología y otras ciencias, manifiestan que entre el miedo a lo desconocido (angustia), y las ganas de conocer algo original (deseo), se crea una situación nueva que puede desembocar, ya sea en un estado positivo de creatividad y cambio, o en una total, nefasta y fatalista realidad de «qué se le va a hacer», o «de algo tiene que morir uno». Los más optimistas son los que dicen que no hay mal que cien años dure. Los pesimistas dicen que no hay cuerpo que lo aguante. Pero dejémonos de filosofar psicologías y vayamos al centro de nuestra historia. 

Como cada cual es cada cual, Doña Purita por ejemplo, se presentaba todos los años el primer día de clase, en plan prima donna, con sus mejores galas y haciendo alarde ostentoso de su bondad natural, «...que yo soy un pan de Dios, que por las buenas, todo, que si os comportáis bien yo soy una verdadera malva, pero a las malas, si alguien se desmanda, veréis que me puedo convertir en un basilisco...».

Don Honorato, sin embargo, se asignaba un papel de Justicia Suprema, y venía en situación de juez justo e insobornable.  «Os trataré a todos por igual», decía, «y a quien se distraiga, no haga caso, o descuide sus obligaciones, le aplicaré inexorablemente la ley». La ley era un puntero así de grande, con el que Don Honorato señalaba a toda la clase el recto camino a seguir durante el año. Don Honorato, el primer día de curso se encontraba en una confluencia de sentimientos contrapuestos. Le alegraba por una parte el toparse con el cotidiano trabajo del aula, que le compensaba ampliamente, como decía en su diario,:

 «...el dejar un estío repleto de satisfacciones veraniegas, de merecido solaz, de reposo en contacto con la naturaleza; allí donde las noches convierten su negrura en millones de luces, en astros inaccesibles a los mortales, en abismos insondables que claman desde lo más profundo con la fuerza de lo desconocido e inescrutable...».

Recordemos aquí que la mayor afición de Don Honorato siempre fue la astronomía. Rastreaba astros, cometas, galaxias, constelaciones y planetas, y a falta de seguirnos a nosotros, siempre era bueno acechar a alguien aunque fueran estrellas fugaces. Así recordaba durante el verano los desventurados momentos pasados con nosotros durante el curso, mientras contemplaba extasiado el cielo cuajado de estrellas.

 «Cuando empiecen las clases», decía su diario, «tendrán que aprender todas las constelaciones, desde Orión a Tauro, sin dejar una sola. Y este año. María del Pilar Fernández no se me escapará sin apreciar ampliamente la belleza insólita, sutil y etérea de la luna a través del telescopio...». 

Y es que María del Pilar Fernández, Maripili para los de la clase, cuando Don Honorato, con toda su ilusión, nos enseñó la luna con el telescopio, ella , en vez de decir lo de «¡Que maravilla, Don Honorato!», como todos, que hubiera dejado al hombre feliz y contento, no se le ocurrió otra cosa que exclamar a voz en grito: «¡Si parece un plato de arroz con leche!». Lo inapropiado, estentóreo y poco adecuado de la exclamación fastidió bastante al maestro porque él no comprendió cómo se puede ser tan prosaico y poco sensible ante un asunto de tamaña importancia.

 Como decíamos más arriba, Don Honorato el primer día de clase se encontraba ente dos fuegos. Por un lado, el del inefable deseo de estar en su trabajo, en el aula, con su guardapolvo, la tiza en una mano y el puntero, el maldito puntero en la otra, respirando el clásico olor a tigre de bengala o de león caucásico que emanaba de un grupo de casi cuarenta fieras en disposición de ataque perpetuo. 

Por otra parte Don Honorato, que en el fondo era bastante retraído, sufría más que nadie la ansiedad de lo desconocido, «qué sucederá en este curso, qué me deparará la fortuna este año, qué delirios no pasarán por las cabezas de mis alumnos para hacerme la vida imposible, ay mísero de mí, ay infelice...», clamaba el diario de Don Honorato tal y como Segismundo el de La Vida es Sueño. 

«Y es que cada año los niños son peores, y ahora ya no son como antes, como cuando yo empecé a trabajar, que ahora saben mucho de la vida y poquísimo de ciencias naturales».

 A los alumnos no nos corría mejor suerte, y también sufríamos de angustias y desvelos. Quién más quién menos se preguntaba cómo se comportaría Don Honorato en el nuevo curso con su puntero, sin ánimo de señalar, que mejor lo hubiera usado solamente para indicar los ríos de Asia o los músculos del cuerpo humano puestos en una lámina, o las fases de la reproducción de los lamelibranquios en vez de señalar con él nuestras posaderas (las de fuera de la lámina).

«Hoy, desgraciadamente y con gran dolor de mi corazón», decía el diario de Don Honorato, «me he visto en la ineludible obligación de utilizar el puntero en las espaldas inferiores de Francisco Gutiérrez Pérez (este era Paquito), con el fin de lograr que su interés por el estudio de las ciencias naturales se acreciente en el futuro y dado que su comportamiento en el aula no era todo lo deseable en un alumno de su edad y condición, y que tras múltiples y reiteradas reprimendas verbales no había cambiado de actitud...».

 Y aquí paso a contar el caso de las posaderas de Paquito: Don Honorato había explicado días atrás lo de los cometas. «Los cometas, astros asombrosos del infinito universo, no solamente poseen un núcleo que hace brillar la luz del sol, sino que además, los vientos solares hacen que su refulgencia se extienda como en una inmensa cola que a veces es visible desde la tierra. Existen cometas que se aproximan a los aledaños de la tierra con cierta periodicidad, como el cometa Halley que pasa cada setenta y cinco años, dejándose apreciar por los humanos en todo un espectáculo de luz, de misterioso encanto,..».

 Para qué contar todo lo que Don Honorato refirió en aquella jornada sobre los cometas. Pero como lo importante para nuestra historia es lo que sucedió para que sufrieran las posaderas de Paquito, paso inmediatamente a su relato.

 El momento que refiere Don Honorato en sus memorias, sucedió el día en que le tocó a Paquito dar la lección: «¿Y del cometa Halley ¡qué!, señor Gutiérrez?».

 Paquito pasó al frente, sobre la tarima. Allí quedó tenso, encogido, con la cabeza casi por los suelos, mirando de reojillo por si algún alma caritativa le señalaba con algún gesto, o le soplaba en susurros aunque fuera alguna ligera idea sobre los cometas.

 Y Don Honorato, impasible, mascando el silencio, puntero en mano, dándose con él rítmica y sistemáticamente en la pernera del pantalón, en el sartorio para ser más exactos, señal siempre inequívoca de que se avecinaba tormenta.

 Paquito tenía que decir algo. Algo tenía que ocurrírsele para evitar el chaparrón. Un gesto de Agustín parece que le dio la clave. ¿Qué gesto sería?, ¿Qué le haría decir aquello que más tarde fue causa de que le calentaran las posaderas?. ¿Es que acaso algo interpretó mal?. Entre el gesto de Agustín, que Paquito vio o no vio, y un susurro escuchado por la derecha que le dio otra pista, Paquito se decidió por fin, levantó la vista, miró fijamente a los ojos a Don Honorato, y le espetó sin miedo sus conocimientos sobre el cometa Halley. Como cuando Colón se enfrentó a los sabios del tiempo poniendo de pie su huevo.

 «Sí, Don Honorato, ya lo se, el Jáley es un desastrado que cada setenta y cinco años comete la osadía de enseñar la colita a todo el mundo».


(1)  El auténtico diario de Don Honorato fue encontrado entre sus legajos, apuntes, cuadernos de notas y planisferios celestes. Ha sido una suerte contar con este documento tan personal y elocuente, ya que la figura del que fuera mentor de tantas generaciones ha sido objeto de excesivas mistificaciones, falsedades e interpretaciones erróneas en el pasado, lo que ha hecho que su figura se haya visto empañada por las brumas de un historial de incomprensiones.

Un diario es algo así como una especie de muro de las lamentaciones para católicos, de confesonario para agnósticos, de diván de psiquiatra para pobres, de consuelo maternal para inadaptados freudianos y de escenario teatral para introvertidos.

Don Honorato, como tantos hombres y mujeres de pro, no pudo dejar de plasmar en este diario sus depresiones e impresiones. Sus alumnos de aquel tiempo, con el fin de garantizar de forma objetiva la veracidad de los hechos que se cuentan a continuación, han animado al autor a utilizar en este y en otros capítulos el inapreciable documento, merecedor de pertenecer al Patrimonio de la Humanidad, con el fin de ilustrar, mediante las propias reflexiones de don Honorato los hechos absolutamente verídicos que se relatan. (N. del A.)

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez