Insectos, con perdón
Lo bien que aprendíamos las cosas con don Honorato. Ya en
varias ocasiones me he referido a su capacidad pedagógica, y
sobre todo a que aprendiéramos mediante la experiencia
directa. Con frecuencia nos acercaba a la realidad, aún a
costa de su integridad física, psíquica y moral, llevándonos
a vivir realmente lo que él explicaba en clase.
Un día nos acompañó al campo a buscar insectos, para que
viéramos in situ, y observáramos como se merece lo
que él nos había enseñado sobre patas de insectos, élitros,
metamorfosis, orugas y mariposas.
También nos dijo que nos sacaba al contacto con la
naturaleza
«para que fuéramos alguien el día de mañana»
y
«para que lo que él hablaba no nos entrara por un oído
y nos saliera por otro». Es conveniente reseñar de todas
formas que llevábamos más de una semana, recalcitrantemente
inaguantables, pidiéndole que nos sacara al campo.
Habíamos visto casi todo lo relativo a los animales tal y
como lo iba dando el libro: los artiodáctilos y los
solípedos, vulgo caballos, las aves en peligro de extinción
y otras muchas, y los reptiles, incluidos los cocodrilos. El
último día, anterior a los hechos que aquí se relatan, vimos
lo de los insectos. Fue por causa de estos invertebrados por
lo que pasó lo que pasó.
Salimos por la mañana, en filas, camino del campo, sin nada
especial que reseñar salvo que Pepillo y Maripili se
perdieron, que don Honorato estuvo a punto de un ataque de
apoplejía a resultas de ello y que cuando Pepillo y Maripili
aparecieron, a la media hora, todo hay que decirlo, venían
de la mano de un municipal, que le decía a don Honorato que
«si usted es el maestro es usted el responsable. Hay que
tener más cuidado, que los timbres de las casas no se tocan.
Ya le enseñaría yo cuatro cosas sobre cómo tratarlos... que
con estos especímenes hay que tener mano dura», como si
don Honorato la tuviera blanda.
Ya en el campo, don Honorato respiró más tranquilo el aire
puro, porque entre las montañas no suele haber timbres que
tocar, y porque nos vio tan dispuestos a recoger cualquier
tipo, forma o clase de insecto, es decir, hormigas,
saltamontes, libélulas, escarabajos o mariposas, que se le
pasó el enfado, y lo del municipal y sus timbres que no se
tocan.
Pusimos manos a la obra, y al grito de
«¡todos a buscar
bichos!» de Agustín, coreado por el resto, nos
dispersamos por barrancos, valles y colinas. La colección,
conociendo nuestro propio entusiasmo por el tema y la
creatividad que nos caracterizaba en esos casos, prometía
ser muy variada.
A la hora exacta, don Honorato tocó el silbato.
«Don
Honorato y su aparato», informó Rosarito, que siempre
tenía algo que decir. Volvimos poco a poco. Enseñábamos
nuestra caza. Fue difícil explicarse por qué don Honorato se
enfadó tan rápido y con tal energía al ver las lagartijas y
el sapo que traía Ricardito, las tres lombrices de Felipe,
los huevos de perdiz de Mariloli, la gran cantidad de
tornillos viejos y de piedras que aparecieron y las ocho
hormigas asfixiadas que se traía Agustín en un puño, a las
que don Honorato consideró, aunque difuntas, por lo menos,
insectos.
Como la vuelta se hacía urgente, Don Honorato dio la orden
de regreso. Al pasar lista fue donde se descubrió,
«otra
vez, verán ahora lo que es bueno» la ausencia de
Maripili y de Pepillo. Don Honorato sopló y resopló su
silbato,
«Don Honorato y su aparato», volvió a
informar Rosarito. Todos gritamos hasta hartarnos. Por
separado y a la vez, intercalando entre las llamadas a
Maripili y a Pepillo algún que otro
«Don Honorato y su
aparato».
Pasó el tiempo. Alguien dijo que porqué no llamaban otra vez
al guardia. Don Honorato, que además de no estar para
insensateces tenía escaso sentido del humor, estuvo otra vez
al borde de la apoplejía. Fue entonces cuando aparecieron
los perdidos.
Nunca se supieron las causas que dieron lugar a lo que pasó:
tal vez fue porque Pepillo y Maripili quisieron demostrar
con su esfuerzo y buena intención al respecto que deseaban
hacer méritos para que se olvidara lo del municipal, los
timbres y la escapada por las calles; tal vez fue porque, al
igual que los demás, tampoco ellos se enteraron de que lo
que Don Honorato pretendía era que se hiciera una colección
de insectos; tal vez fue porque simplemente aquel día así
les vino en gana a los protagonistas. Nadie lo sabrá nunca,
pero ahí queda eso.
El caso es que cuando aparecieron por detrás de una loma
Maripili y Pepillo, traían un bicho para la colección. ¡Pero
qué bicho, santa madre de Don Honorato!. Porque lo que
Maripili y Pepillo traían, arrastraban más bien, arrastraban
repito, ya que el bendito animal que no quería ni bien ni
mal ser llevado a una colección de insectos, era un bicho
con perdón, es decir, un tremendo, pesado y enfadadísimo
marrano.