Carbón
«Si os portáis mal,
los Reyes Magos os traerán carbón»,
decían los mayores cada vez que uno de nosotros, pequeños
entonces, atentábamos de alguna forma contra el orden
establecido. Los Reyes eran, en aquellos años, el
instrumento de chantaje más adecuado para que nuestros
padres, o Doña Purita en el colegio, consiguieran de una
manera limpia, práctica y eficaz lo que se pretendía.
«Os
traerán carbón», repetía Doña Purita sin inmutarse
demasiado, a sabiendas de que el método no fallaba.
Con la carta a los Reyes, que escribíamos en la misma
escuela, Doña Purita conseguía lograr varios objetivos. En
primer lugar la carta a los Reyes servía como redacción en
clase de literatura:
«cuidad la redacción, que estén bien
puestos los signos de puntuación y sin faltas de ortografía,
que los Reyes Magos, además de magos son muy cultos y se
enfadan muchísimo cuando hay cosas mal escritas, y seguro
que os traen carbón si ven faltas».
En segundo lugar, la carta a los Reyes Magos, tenía que ser
y parecer un prodigio de caligrafía, limpieza, orden y
pulcritud,
«…que los Reyes se molestan cuando ven la mala
letra que hacéis o cuando hay borrones o cuando no están los
márgenes en su sitio, y si no entienden la letra seguro que
no pueden traeros los juguetes que pedís y os traerán
carbón».
Y dale con el carbón, que siempre pensábamos que lo traería
el negro, Baltasar, que llegó un momento en que no sabíamos
si realmente era negro o que venía tiznado de tanto carbón
como traía.
Finalmente Doña Purita, que revisaba las cartas una a una, y
era quien las echaba al buzón, tenía siempre la posibilidad,
cuando había peligro de desmán, de decir cosas como estas:
«Mariloli, si hablas con Pepillo peligra tu muñeca que
anda», o
«Pepillo, si hablas con Mariloli, adiós tu
camión teledirigido, que los Reyes, desde el cielo lo ven
todo, que son muy santos, pero solamente traen lo que les
piden los niños que se portan bien».
La clase entera, ante tales argumentos, utilizados en
cualquier momento por todos los profesores, por nuestros
padres, y en general por el mundo de los mayores, sufría una
lavado de cerebro durante la época anterior a las Navidades,
que lograba efectos milagrosos sobre el comportamiento de
una gente en general tan bulliciosa, dicharachera e
irresponsable. Nos convertíamos por un tiempo en alumnos
modelos, niños educados,
«seres en fin», decía Doña
Purita,
«dignos de ser partícipes de una sociedad
civilizada que espera de ustedes una respuesta digna de la
educación que reciben en este colegio».
Porque de Don Honorato, de Doña Purita, del director, del
profesor de gimnasia y del de religión, nos podíamos
esconder, escapar, camuflar y escaquear, pero quién se
oculta a la mirada de los Reyes Magos, seres celestiales que
todo lo ven desde su nube, y que además, según los mayores,
tenían una mina de carbón que nunca se acaba y que servía
sobre todo y fundamentalmente para que el mundo,
principalmente el nuestro, anduviera por unos días mucho más
ordenado.
El carbón no solamente tenía que ver con los Reyes Magos.
También se nos amenazaba y castigaba con la
carbonera o lugar donde se guardaba el carbón para
la estufa. Quien caía en la carbonera, aunque fuera por poco
tiempo, las pasaba realmente negras. A oscuras, solos en su
propia aflicción, aterrorizados ante la posibilidad de que
hubiera ratas (que las había), y otros animales. Y no
hablemos de los fantasmas, los ruidos, las tinieblas, el
sonido del propio corazón y las recomendaciones de la
conciencia, que siempre salía a relucir a destiempo, con
evidente retraso
(1)
sobre el horario previsto.
No puedo dejar de contar en esta memoria lo que sucedió una
mañana de invierno en que Don Honorato, por causas que ahora
no son del caso relatar, castigó a Gustavito en la
carbonera. Gustavito bajó llorando, pero bajó. Don Honorato
cerró desde afuera con llave la carbonera, subió al momento
y continuó su clase como si nada hubiera acaecido. Todos nos
condolíamos pensando en el sufrimiento de nuestro compañero
de fatigas. Debido a la tristeza general de pensar en
Gustavito, el carbón y las ratas, la clase continuó en un
silencio sepulcral.
Sin embargo, algo sucedió que cambió el curso de los
acontecimientos. De pronto, entró en el aula el director,
seguido de Don Sergio, el Inspector, que se presentó sin
previo aviso, como casi siempre.
Don Honorato, con el fin de evitar incidentes desagradables
y tener que dar excesivas explicaciones, se escabulló un
momento para rescatar a Gustavito de su encierro en la
carbonera, y restablecer correctamente la asistencia a clase
de aquel día.
En verdad que no se sabe muy bien lo que pasó a partir de
esos instantes, pues se dieron multitud de versiones y una
gran variedad de coscorrones para esclarecer posteriormente
los hechos.
Voy a intentar ser fiel a la cantidad de rumores, que no
necesariamente a la realidad, filtrados por todas partes.
Parece ser que Gustavito no aceptó con agrado el quedarse en
la carbonera e intentó la salida por todos los medios a su
alcance, lográndolo tras muchos esfuerzos. La salida parece
ser que la realizó por la trampilla por la que se echaba el
carbón desde el exterior. La salida de Gustavito se dio,
coincidiendo en el mismo momento y tiempo en que Don
Honorato entraba por la puerta a buscarle. Es decir.
Gustavito salía por el techo mientras Don Honorato entraba
por la puerta
Siguen las habladurías: mientras Don Honorato entraba y
Gustavito salía, alguien cerraba la puerta de la carbonera
con llave y dejaba a Don Honorato adentro. Se plantearon
posteriormente multitud de interrogantes: ¿fue Gustavito el
que cerró la puerta?. Difícil pero no imposible, querido
Watson.
Siguen los chismes: alguien dijo que vio merodear por allí
al profesor de gimnasia, al conserje, a tres de quinto, a
Jack el Destripador, al mayordomo, etc., etc. Todos fueron
declarados sospechosos. Y si de una novela de Agatha
Crhistie se tratara, hubiera habido razonamientos,
investigaciones y deducciones hasta dar con el autor del
delito.
La realidad: Don Honorato apareció a la hora y media exacta,
cuando tras mucho buscar lo sacaron de la carbonera el
director y el mismísimo Don Sergio, el Inspector. Lo
encontraron encarbonado como el rey Baltasar, y tiznado como
cualquiera que en la historia de la humanidad hubiera pasado
hora y media en una carbonera.
La diferencia notable, y que hasta el Señor Inspector pudo
constatar, entre la actitud de Don Honorato y la de
Gustavito, es que éste no dejó de estar en su puesto en el
momento oportuno (nadie sabe cómo entró al aula). Lo cierto
es que cuando el Inspector preguntó al grupo en general
sobre los paquidermos, Gustavito levantó la mano, y contestó
sin vacilar y con todo respeto, que eran grandes, grises,
mamíferos y con trompa, lo que le valió un parabién, una
mención especial como modelo
de la clase, y el presenciar al lado del Inspector, Don
Sergio, en lugar preferente, la salida de Don Honorato de la
carbonera.
(1)
¡Qué raro lo de la conciencia!. Aunque te decían que era
aquello que teníamos dentro, aquello que nos recomendaba
lo que debíamos hacer y rechazaba lo que no era
conveniente, la verdad es que siempre llegaba a
advertirnos de lo malo cuando no había más remedio,
cuando el mal estaba hecho, cuando ya nos habíamos roto
el fémur, o cuando estábamos castigados sin jugar al
fútbol el domingo. Entonces, en pleno castigo o mal
irreparable es cuando reflexionábamos pensando que nada
de eso hubiera ocurrido si hubiéramos hecho caso a la
conciencia. Pero ¿quién la oyó a tiempo?. Yo no, desde
luego.
(N. del A.)
(2)
Perdone el lector la prolijidad de detalles de la salida
de Gustavito. Es como en las novelas de
misterio, en las que cualquier matiz, gesto o
movimiento de ojos es imprescindible para dar
posteriormente con el asesino. Aunque en esta
historia no hay asesinos, el misterio no por eso
deja de ser mayor y digno de tener en cuenta.
(N.
del A.)