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Ojo por ojo

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

Ojo por ojo


 

Cuando las cosas se ponían muy negras en clase, o lo que es lo mismo, se ponían muy negras para Don Honorato, el mismo Don Honorato, nos ponía sobre aviso. Lo hacía de favor y con su amabilidad característica, eso sí. «Si seguís con este comportamiento», decía, «ya veréis el día del examen, ya». Nosotros le agradecíamos esta y otras deferencias y magnanimidades haciéndole caso y no tirándonos por tres o cuatro minutos los aviones de papel ni jugando a los barquitos. 

La verdad es que sin los exámenes no sabemos que hubiera hecho Don Honorato para que nos mantuviéramos en el aula como Dios manda y para que además aprendiéramos alguna cosa. Don Honorato era el rey de los exámenes. Los ponía por la mañana y por la tarde. Los había trimestrales, mensuales, semanales, diarios y hasta cada hora, minuto y segundo. 

A veces avisaba anticipadamente. Con ese sistema lograba que pasáramos una o dos noches con los nervios puestos a flote. Otras veces los ponía de improviso, repentinos, como los atracos a los bancos, y nos pillaba en cueros, como quién dice. Así íbamos aprendiendo a salto de examen cosas tan importantes para nuestro futuro como lo de que el Popocatépetl tiene cinco mil cuatrocientos cincuenta y dos metros de altura, que Roma venció a Filipo de Macedonia en Cinocéfalos en el año ciento noventa y siete antes de Jesucristo y que el primer libro de los Vedas consta de mil veintiocho himnos. Ni uno más ni uno menos. 

Los días de examen Don Honorato manifestaba su verdadera personalidad creativa. Llegaba con el mejor traje, corbata de luto a ser posible, poniendo en práctica todos sus recursos y estrategias, «más sabe el diablo por viejo que por diablo», decía. Para que no nos copiáramos ni una sola coma, nos plantaba al tresbolillo como si fuésemos olivos, nos numeraba, nos alfabetizaba poniéndonos letras de la A a la Z, nos desalfabetizaba salteando las letras, separaba a Maripili de Pepillo y colocaba a Agustín lo más lejos posible de Rosarito, marcaba las hojas de examen con tintas de colores, o las firmaba una a una o hacía gala de sus conocimientos de química escribiendo, donde nadie podía descubrirlo, con tintas invisibles o con jugo de limón. Era de admirar que Don Honorato generara en esos días tal cantidad de ideas y pusiera en practica todos los conocimientos y habilidades que normalmente no desarrollaba en clase. 

El gran interés de Don Honorato porque no se le copiara «a mi no me copia nadie»5, se veía recompensado por nosotros con la aplicación de todo un eficaz operativo encaminado a copiar lo más posible pero, eso sí, sin que Don Honorato se enterara par no infringir la más leve herida a su amor propio. Lo cortés no quita lo valiente. 

El día anterior al examen se pasaba revista a los preparativos, se organizaban los comandos, se confeccionaban  las máquinas de guerra, los espejos, las cuerdas, y las chuletas, se acordaban los códigos secretos, los guiños, golpes, toses o codazos, y se sobornaba al espía, Rodríguez, de séptimo B, que era quien nos pasaba la información en caso de que los examinara a ellos una hora antes. Cada uno, según Dios le daba a entender, se pertrechaba para la batalla: la lista de los reyes godos en el bolsillo de la derecha, lo de Aníbal y los elefantes en el de la izquierda, y lo de Fernando Séptimo y lo de que «vayamos francamente y yo el primero por la senda constitucional» en el calcetín de la derecha.

 Ricardito se equivocó de bolsillo en una ocasión, se lió de examen y de bolsillo, y colocó lo de Tokio, Osaka, Kioto, Kobe que eran ciudades del Japón como si fuera la lista de los reyes godos. O lo que le pasó a Gutiérrez, que no sabía demasiado sobre los insectívoros y puso, por mirar por encima del hombro de Rosarito, y confiar en la sabiduría de la susodicha, que eran unos hombres primitivos coetáneos de los dinosaurios. Doña Purita en aquella ocasión les facilitó un cero a cada uno por copiar tamaña barbaridad, «y no por copiar simplemente».

 O lo que le pasó a Mariloli por hacer caso a Manolín al intentar descubrir el tema del examen con un periscopio que había hecho el ya nombrado Gutiérrez, que era un manitas. Manolín convenció a Mariloli de que fuera hasta la mesa de Don Honorato, utilizara el periscopio, y así toda la clase se enteraría con facilidad del contenido de la prueba que todos iban a sufrir dentro de un rato. El aliciente del riesgo y de la utilización de técnicas modernas, la emoción del momento, la inconsciencia de la juventud y el empujón que le dio Gustavito, llevaron a Mariloli hasta la mesa del maestro. 

Allí preparó el artefacto, siguiendo indicaciones de los de atrás, de los técnicos, de los que veían los toros desde la barrera. Cuando todo estuvo a punto, y mientras don Honorato hablaba sobre los equinodermos, Mariloli puso su ojo en la lente inferior del periscopio casero. Y se llevó el susto de su vida, ya que en vez de ver lo que quería, vio lo que no quería ver. En vez de encontrar lo que buscaba, es decir, los originales del examen, su ojo tropezó con otro ojo reflejado en el espejo: el ojo de Don Honorato.

El maestro aplicó allí mismo a la alumna la ley del Talión, la del ojo por ojo, colocándole un cero sin esperar a que la misma Mariloli se lo ganara con su propio esfuerzo, a pulso, por lo que hubiera puesto o dejado de poner en el examen.

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez