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La ley del silencio

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

La ley del silencio


 

La Ley del Silencio, igual que en Sicilia la Omertá, era la que más se practicaba en nuestra escuela. No se podía hablar en clase, ni en el salón de actos, ni en filas, ni por los pasillos, ni siquiera en los retretes, con perdón. Y cuando no nos comportábamos a gusto de Don Honorato se nos negaba el habla incluso en el recreo. Nunca hubo mayor consenso entre todos los profesores de las escuelas en las que estuvimos, de los institutos que sufrimos y de las universidades que aguantamos que en la aplicación de la ley del silencio. 

Si a todo lo anterior le añadimos que en nuestras casa, cuando intentábamos meter baza en alguna conversación, invariablemente se nos ponía en lugar con aquello de «los niños a callar, los niños no se meten en las conversaciones de los mayores...», ni que decir tiene que nunca hablábamos, que no teníamos ocasión alguna de expresar sentimientos o deseos, ni de prepararnos para el difícil arte de la dialéctica ni para desenvolvernos con dignidad en un mundo en el que priman las comunicaciones. 

Los mayores solamente hablaban con nosotros para preguntarnos la lección: "¿Quién descubrió el planeta Plutón?», preguntó Don Honorato lleno de afición por la astronomía. O lo de Doña Purita: «Explíqueme usted, Maripili, sin dejarse una sola coma, ¿cómo se alimentan los moluscos?».

O nuestros padres: «¿De dónde vienes a estas horas?», o bien: «¿qué es este cuatro en matemáticas?». Preguntas en su mayoría de difícil respuesta. Era imposible así el establecer conversación con nuestros mayores, a pesar de las ganas que teníamos de hablar con ellos de nuestros asuntos, y meternos en los suyos propios dándoles consejos sobre cómo se da una lección o se lleva una familia.

Cuando en la clase se oía el más mínimo cuchicheo, Doña Purita rápidamente informaba: «¡silencio, primer aviso!». Si los cuchicheos continuaban: «¡silencio, segundo aviso!». Y si ya se acrecentaba el rumor, o se generalizaba excesivamente, sin más avisos: «¿Tienen ganas de hablar?, (nunca supimos porque cuando doña Purita se enfadaba nos trataba de usted), ¡pues hablarán!. A ver Gutiérrez, a la tarima, y enuméreme rápidamente, sin dilación, los principales monumentos con planta de cruz griega que denotan la influencia de Bizancio en la Península Ibérica». Así, sin anestesia, Gutiérrez sudaba, y con él toda la clase, sin poder recordar ni uno solo de aquellos condenados monumentos.

 Cuando en realidad practicábamos la omertá, y nadie quebrantaba la ley, era cuando nos querían hacer hablar a la fuerza. «¡Hoy no sale nadie de clase hasta que salga aquí delante quién ha escrito en al pizarra esa guarrería!». Y nadie salió, y pasaban los minutos y se acercaba la hora de salida y no aparecía el culpable. Fieles a la ley de la omertá, nadie hablaba. Don Honorato estaba más blanco que la pared, por una parte porque su autoridad quedaba en entredicho, y por otra, y sobre todo, porque la guarrería en cuestión, decía sobre poco más o menos: «Abajo Don Honorato y la madre que lo parió». Un espantoso, apabullante y clamoroso silencio se escuchaba en el ambiente, mientras todos sudábamos la gota gorda y seguía sin aparecer el autor del texto literario, que como tantos autores anónimos a través de los tiempos, no pudieron recibir el aplauso de generaciones posteriores.

 Y sonó el timbre de salida, y Don Honorato se acordó de Sicilia, de la omertá, de lo de Fuenteovejuna, de la merienda de bizcochos y chocolate que le esperaba en casa, de su santa madre, y de la madre que trajo al mundo al que había escrito la frase en la pizarra. 

Don Honorato reflexionó es esos momentos de lo sólo que se encontraba, de la difícil y precaria situación de los maestros, de lo poco que social y económicamente se les cotizaba, y de que a pesar de las malas lenguas no eran, visto lo presente, demasiado largas sus vacaciones. 

Don Honorato se dio cuenta, en fin, de lo más importante: de que la constancia en imponer una disciplina y la paciencia en aplicarla sin desánimo, reciben al fin su recompensa. Tras años de exigir silencio constantemente y de realizar arduos esfuerzos y trabajos para lograrlo, había conseguido, ¡al fin!, el más riguroso de los silencios. Todo un éxito.

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez