Los cuentos de doña Purita
Como ya se ha visto y leído en otros recuerdos anteriores,
Doña Purita fue durante muchos años profesora de Literatura.
Sus clases se pasaban en un santiamén, pues nos contaba
infinidad de cuentos y de historias entresacadas sabiamente
de los argumentos de las distintas obras que los autores,
escritores, poetas, dramaturgos y literatos de todas las
épocas,
«siempre que estuviesen en el programa»,
habían escrito para nosotros.
Lo de
«para nosotros» era un decir, pues nosotros, lo
que se dice nosotros, los de la clase, nunca habíamos leído
ni una sola línea escrita realmente para la posteridad por
autor, escritor, poeta, dramaturgo o literato alguno.
Me explico: Lo normal era que, o bien leyéramos resúmenes
para niños, o que doña Purita nos contara, eso sí, con todo
su lírico entusiasmo, el argumento de las novelas, poesías,
cartas o narraciones que los antedichos autores, escritores,
poetas, dramaturgos y literatos habían escrito. Los autores
siempre piensan con ingenuidad digna de todo elogio que
escriben para el público en general y que les lee todo el
mundo, cuando verdaderamente quien les lee son solamente los
miles de doñas puritas que pululan por el planeta.
Resumiendo: que si en algún caso nos permitían leer algo,
siempre era en diferido, o censurado, o resumido, o a través
de intermediarios, como ya se relata en otras circunstancias
de esta memoria.
Ni que decir tiene que probablemente doña Purita tampoco
había leído la mayor parte de las obras literarias, cartas,
novelas, dramas o narraciones que nos contaba, sino que
sacaba previamente sus resúmenes de algún tratado de
literatura, que a su vez era el compendio de la obra crítica
completa de algún sesudo, documentado y voluminoso estudio
realizado por sabios expertos, y que a su vez eran producto
de sus muy personales interpretaciones sobre los autores,
escritores, dramaturgos, poetas o literatos, que, ingenuos
ellos, hijos de su época, pensaban que escribían para que
les leyera la gente normal.
Lo que doña Purita nos contaba, en suma, traspuesta de
lirismo, sobre Virgilio, Demóstenes, Julio César, Pérez
Galdós, o sobre la vida de Santa Oria Virgen, de Gonzalo de
Berceo, no era más que el resumen de un escueto extracto que
un experto en Literatura sintetizó interpretando, a su modo
y manera, lo que los escritores, poetas, etcétera, habían
escrito.
Doña Purita razonaba, intentando convencernos, de que si
leíamos todo lo que escribían los literatos, no acabaríamos
el programa, y además, y por si fuera poco,
«esos
señores», siempre escribían para mayores. A nuestra edad
ya teníamos bastante con estudiar lo fundamental, y con
aprender la gran cantidad de cosas que estaban en el libro
de texto, letra pequeña y bastardilla incluidas.
Por poner ejemplos, que nunca está de más, nos aprendimos de
memorieta que don Ramón de Campoamor había nacido en Navia,
Asturias, en 1817, y que Fray Benito Jerónimo Feijoo era
natural de Casdemiro, en Orense, y que los grandes libros de
la literatura hindú antigua fueron los Vedas, los Puranas y
las Grandes Epopeyas, aunque nunca supimos de qué epopeyas
se trataba, ni si el libro de los
Vedas se llamaba así
porque estaba vedado a los menores.
Tampoco leímos el Libro de Alexandre porque
promovía la superstición, ni las Obras del Arcipreste de
Hita porque eran licenciosas, ni al Lazarillo de Tormes por
Pícaro, ni a Quevedo por cínico y amoral, ni el Don Juan
Tenorio por verde. En todo el curso, leímos tres capítulos
de Don Quijote de la Mancha, en edición especial para niños
y un folleto ilustrado que nos contaba las aventuras del Mío
Cid.
Las demás historias, poesías, narraciones, cuentos,
incluyendo el de la Bella Durmiente del Bosque, y leyendas,
incluidas las de Gustavo Adolfo Bécquer, nos las contaba la
propia doña Purita, que además de ponerle el énfasis
requerido para cada ocasión, se consideraba a sí misma mucho
más de fiar que todos los escritores de la literatura
castellana y universal juntos.
Un día, Doña Purita, a la que se le había solicitado en
reiteradas ocasiones que nos leyera un libro de verdad, se
trajo de la biblioteca uno de nuestros clásicos más
insignes: El Quijote. Ha pasado tanto tiempo que no recuerdo
muy bien cuál fue el pasaje que desencadenó la tormenta.
Pudo ser cualquiera.
Doña Purita leyó y leyó. En cierto momento, en que la
atención iba decayendo debido al calor, a la monótona voz de
la maestra, y a la desgana general por aquella clase en
particular, sucedió algo que cambió los acontecimientos de
la jornada. De pronto, en fracciones de segundo, la
intuición colectiva del grupo detectó que algo ocurría, ya
que doña Purita detuvo imperceptiblemente su lectura. Todos
miramos y aguzamos los sentidos, intentando interpretar el
trasfondo de aquel silencio.
Cuando descubrimos que además de callarse, doña Purita se
ponía roja como un tomate, más tarde pálida como un pepino,
y luego verde como una lechuga, la atención del grupo había
subido cien enteros. Cuando Doña Purita, tras mirar por
encima de los anteojos para ver si nos habíamos dado cuenta,
y ver que nadie, en apariencia, atendía lo más mínimo, quedó
tranquila, cerró el libro, y tras un suspiro, aclaró que la
lectura se continuaría en la clase siguiente.
Sin embargo la atención no había decaído sino todo lo
contrario. Se formó inmediatamente la comisión de expertos,
integrada por Pepillo, Agustín y Rosarito. En la primera
ocasión partieron para la Biblioteca y se trajeron el libro
en cuestión. Se buscó el capítulo, se leyó íntegramente
hasta encontrar el párrafo y más tarde, el lugar en el que
se produjo el corte de Doña Purita: Ahí estaba la madre del
cordero, el misterio, la incógnita y el arcano. Hubo que
buscar en el diccionario, hasta encontrar el verdadero
significado de aquella palabra ancestral que un castellano
en constante evolución no había permitido llegar hasta
nosotros.
Aquella tarde, toda la clase tenía unos conocimientos más
profundos no solamente del idioma, sino también de los
desvelos de Doña Purita por salvaguardar la pureza, no ya
del lenguaje, sino de la moral y las buenas costumbres.
No obstante, al día siguiente, quedó patente, con claridad
meridiana, la síntesis que el grupo de expertos había
realizado sobre el asunto. Cuando llegó Doña Purita a clase,
algún estudioso del Castellano del Siglo de Oro, seguramente
sin afán de molestar, probablemente para recordar a doña
Purita el párrafo en el que se había quedado el día anterior
había escrito con mayúsculas y ocupando toda la pizarra la
frase siguiente:
«Díjole don Quijote a Sancho: ¡Hijos de mala putaña aquellos
que...!»
(1)
(1)
Leonard Boucholais de Ratisbona (1919-...), en su
obra " Análisis estructural comparado de las ideas
literarias del Siglo XXI con las de Otros Siglos.",
Ediciones Esquizo, Tokio, 1937, afirma en la página
4.337 del tomo quinto de la obra citada que ha podido
comprobar que esta frase, por lo menos tal y como fue
transcrita en la pizarra, y que el autor coloca en El
Quijote, no se encuentra en dicho libro, en ninguna de
sus dos partes, aunque sí algunas muy parecidas. Esto no
quiere decir que el término empleado no fuera utilizado
en aquella época, y que no esté referido varias veces en
la obra de Cervantes y en las de sus coetáneos.
Recordemos que estas memorias son recuerdos de infancia
del autor, y como tal han sido escritos. (Nota del
séptimo
copista.