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Las cinco en punto de la tarde

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

Las cinco en punto de la tarde


 

Ya en alguna ocasión he reflejado que la literatura en general y la obra literaria de autor en particular, tanto en las Enseñanzas Medias como en las enteras, se suele entregar por dosis, igual que los medicamentos en las farmacias, los preparados alimentarios en los supermercados y los pesticidas en el campo. En casi todos los casos, una obra literaria se transmite normalmente por medio de intermediarios, ya sea a través de la narración de nuestros profesores, o por traducciones, adaptaciones o resúmenes. 

Lo normal es que fuera la misma Doña Purita, o el director, o Don Honorato, o la Señorita Engracia, quienes nos referían compendios o sinopsis de la poesía, de la novela, del drama o de la epopeya correspondiente.

La literatura la veíamos de lejos, enjaulada o en vitrina. Más o menos como si los libros fueran especies raras de aves en peligro de extinción, felinos carnívoros de dificultosa procreación en cautiverio o peligrosísimas serpientes de cascabel cuyo veneno es de utilidad química o farmacéutica, por emplear términos de parque zoológico moderno.

 Solamente una vez, tuvimos la ocasión de conectar personalmente con la literatura a lo vivo. Fue cuando llegó al colegio un rapsoda. Un rapsoda es, para entendernos, algo así como un juglar de la edad media pero sin calzas verdes, ni jubón, ni mandolina. Además según la experiencia relatada aquí, van sin escalera de cuerda y actúan en escenario, sin red ni cristal antibalas, lo que puede ser peligrosísimo para ellos, como se verá más tarde. 

El rapsoda que nos ocupa llegó al colegio una calurosa tarde de mayo, y convenció al director de que resultaba  imprescindible tanto para profesores como para alumnos oír poesía declamada como se debe. El director, aunque no se caracterizaba por su amor a la poesía, a diferencia de doña Purita por ejemplo, vio los cielos abiertos y la oportunidad de, por una tarde, tenernos tranquilos a nosotros y a los maestros. En otra ocasión el que ocupó la tarde había sido un malabarista chino de Guadalajara y anteriormente, si mal no recuerdo, un transmisor de pensamiento que antes susurraba al oído de cada transmitido lo que debía transmitir. 

El director, de mayo en adelante, hasta que se acababan las clases, intentaba sorprendernos cada día con algo interesante. Así que, en esta ocasión, después del recreo de la tarde, reunió al colegio en pleno en el salón de actos con la mejor disposición por parte del personal para disfrutar del rapsoda. 

La expectación era inmensa porque no sabíamos qué era un rapsoda ni para qué servía. El director explicó que un rapsoda, como su nombre indica era una persona amante de la cultura y de las letras, que se sabe miles de poesías y que las declama para que las generaciones no pierdan el sentido tradicional de la métrica y del teatro. También nos dijo que era una suerte para nosotros tener la ocasión de disfrutar de un rapsoda de verdad y que estaba seguro de que nos iba a emocionar. De paso, así como de refilón dejó caer que «al que mueva un músculo o se le sorprenda con la más leve sensación de mofa, befa o escarnio pasará el fin de sus días estudiando poesía hindú en territorio amazónico»

Se abrió el telón y apareció el rapsoda. Entre bambalinas y sobre el fondo verde del escenario. El rapsoda vestía chaqueta a rayas azules, pantalón gris, pajarita a lunares rojos, y era flaco y con bigotito. Un cromo. 

¡Para qué decir!. Los comentarios y cuchicheos no se hicieron esperar: «¿Y eso es un rapsoda? ¡menudo timo!», o aquello de «¡... y qué pajarita lleva el cursi!, ¡un rapsoda de verdad!». La imaginación calenturienta de Rosarito había representado para sí como rapsoda a un joven y apuesto declamador de película, tipo Don Juan Tenorio en el diván, con sombrero de ala ancha y pluma carmesí hasta el techo. «¡Un rapsoda sin plumas es como un jardín sin flores, vaya con el rapsoda!», dijo en alta voz, como siempre.

 El rapsoda comenzó su función. Se presentó, hizo una solemne reverencia, y explicó que iba a realizar un programa de gran interés. La primera poesía, «con el fin de hacer un homenaje a la literatura castellana antigua», fue un romance, o mejor, una selección del romance Los siete infantes de Lara.

 Aunque penamos lo indecible al escuchar los amores de toda la familia de los Siete Infantes, el casamiento de Doña Lambra, las muertes, insultos y denuestos del clan familiar, y las victorias y derrotas de los cristianos, lo que más nos hizo padecer fue el sufrimiento del mismo rapsoda, que ora se tiraba por el suelo de dolor cuando los Infantes yacían, ora saltaba y gritaba cuando Doña Lambra se enojaba, ora se ponía rojo de ira cuando los hijos irritaban a su madre, ora lloraba cuando los vástagos besaban las manos a Doña Sancha.  

En fin: un delirio. Al principio, las masas reunidas en el Salón de Actos, por aquello de que nunca nos habíamos visto en semejante situación, y por la curiosidad, aguantamos expectantes los ataques de los moros, las victorias de los cristianos, la traición de Don Ruy Velázquez cuando vendió a sus sobrinos y finalmente la desgraciada y triste muerte de los citados. 

Sin embargo, el espectáculo fue degenerando. Cada vez eran más los insurrectos que, imitando al rapsoda, levantaban sus manos en actitud declamatoria o se tiraban por el suelo, yaciendo cual los Siete Infantes. Cuando llegó la escena final en que Mudarra González venga a los Siete Infantes, antes de que el rapsoda tuviera tiempo de reaccionar, decenas de puñales, espadas y cimitarras imaginarias, habían hecho su aparición, y el salón de actos se había convertido en los mismísimos campos de Val de Arabiana, donde se desarrollaron los hechos, con decenas de vengadores, decenas de vengados, decenas de traidores, todos peleando, todos por el suelo, en verdadera batalla campal. 

Mientras el telón se cerraba para evitar mayores males, y el Director hacía su aparición en el proscenio, siguió la lucha. Gradualmente se fue aclarando el ambiente. Es decir, el director logró poner orden en las filas de los contendientes, expresándose de manera contundente en relación a la pérdida de todos nuestros recreos, juegos, salidas hasta final de curso y la bajada automática de todas nuestras notas en comportamiento y en geografía, por poner un caso. Por fin un gran silencio reinó en el salón de actos. No obstante tuvimos que prometer al unísono que nadie, en la segunda parte, interrumpiría al rapsoda, «un hombre tan culto, y que de tan espléndida manera sabe moverse en el escenario», que dijo el director.

 Al abrirse el telón por segunda vez, y salir el rapsoda, no se movía un alma. Cuando declamó lo de «porque son niña tus ojos verdes como el mar...», de Bécquer, señalando a cada verde las cortinas amarillo limón del escenario, sin oírse más que el palpitar del corazón de Doña Purita, el director comenzó a tranquilizarse. 

Cuando el rapsoda se puso patriótico con la elegía heroica «¡Oigo patria, tu aflicción, y escucho...», y el rapsoda desfilaba marcialmente por el escenario acompañado solamente por el retumbar de los tambores esta vez producidos por el corazón de Don Honorato, el director no viendo movimientos peligrosos de masas, se calmó del todo y comenzó a disfrutar de la función, serenándose pensando en la mañana de pesca que iba a pasarse el domingo. 

El final de le representación lo iba a dedicar, dijo el rapsoda, a Federico, el gran Federico García Lorca, poeta de poetas. Lorca fue ya el acabóse. El rapsoda, confiado ya en sí mismo, se desmelenó como si dijéramos y recitaba, declamaba y se movía, volaba moviendo sus brazos con «..Quise llegar a donde llegaron los buenos...», galopaba por el escenario con «... Pasan caballos negros y gente siniestra...», bailaba sevillanas con «La Carmen está bailando por las calles de Sevilla...». Unas veces ponía los ojos en blanco, otras la faz cadavérica, o hacía flexiones de rodillas y de tronco, como en clase de gimnasia, o se sacaba el pañuelo para enjugar sus lágrimas, cuando aquello de «las cinco en punto de la tarde», en que lloró por Ignacio Sánchez Mejías.

 Fue aquí donde todo comenzó de nuevo. Tal vez porque Rosarito se levantó a aplaudir emocionada igual que el rapsoda cuando llegó lo de «... Huesos y flautas suenan en su oído, a las cinco de la tarde...». «¡Chist!», le dijo el director, «que el rapsoda está en trance»

El trance fue el que siguió a continuación, porque el rapsoda continuaba a las cinco en punto de la tarde, cambiando de lugar en el escenario, ora aquí, ora allá, pero siempre a las cinco en punto, o se tiraba por el suelo, o movía el capote, o cambiaba de registro su voz, o saltaba y corría de bambalina a foro, y de foro a proscenio. Todo un espectáculo. Todo fue aún así bastante bien hasta que al rapsoda le golpeó en su nariz el primer zapato, mientras alguien gritaba: «¡Deja ya lo de las cinco, que son las siete y nos tenemos que ir a casa!». Fue el colmo. La gota que colmó el vaso. Se sucedieron las chiflas, rechuflas y pataleos de los alumnos mientras los gritos de los maestros y las amenazas del director intentaban reconducir el acto. 

El rapsoda, acostumbrado por lo visto a estas situaciones, al principio no perdió la compostura. Se atusó el bigotillo, echó mano a la garganta, hinchó los pulmones y levantó tanto la voz que lo de las cinco en punto de la tarde le salió como al gallo de San Pedro la Tercera vez en la pasión de Esparraguera, de tanto ensayar. 

Siguieron cayendo objetos sobre el escenario mientras el rapsoda, atónito por fin, quedó como un pajarito asomando la nariz y una mano detrás de una bambalina, como queriendo decir: «¡dejarme salir, que no os voy a hacer nada!» .

 Al día siguiente, en el intento de limpiar el escenario aparecieron allí un sin fin de bocadillos, más zapatos, incluido uno del director, la cartera de Gustavito, tres libros de literatura, los blocs de apuntes de todo el colegio, la pajarita a lunares del rapsoda, la boina del Sasa (Sasarramundi), y un sin fin de objetos entre los que destacó el paraguas de Don Honorato, que nadie sabe cómo llegó hasta el lugar de los hechos.

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez