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Rinconete y Cortadillo

 

Publicado en «El puntero de don Honorato, el bolso de doña Purita y otros relatos para andar por clase». Facep, Almería, 252 págs. Segunda Edición. Grupo Comunicar. Huelva. 1998.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

Rinconete y Cortadillo


 

Nunca ha existido escuela, colegio, institución educativa  privada o pública, campamento, o albergue de niños o mayores, en el que la mayoría, o incluso todo el mundo, tuviera su apodo, mote, o sobrenombre. Al poseer nuestro colegio la característica especial de no poder ser menos que los demás todos, incluidos el conserje y el que vendía pipas en la puerta, tenían el suyo.  

El tipo de apodo tiene normalmente que ver, en mayor o menor grado, con las características personales, familiares, biológicas o culturales de cada cual. Ya fueran profesores o alumnos, o madres o padres, daba igual. Algunos sobrenombres vienen a cuento debido a la fisonomía personal del mentado, a su comportamiento constante o eventual, y sobre todo alguna anécdota o desliz que para su desgracia, y sin necesidad, hubiera tenido. Bastaba con que alguien nombrara a otro, profesor o alumno, de determinada manera, aunque fuera solamente una vez, fugazmente y a la calladita, para que al día siguiente, a veces a la media hora, todo el mundo llamara por su mote al susodicho. 

Hay quién lo de los apodos se lo toma a chufla, sin darle ninguna importancia: son los menos pero viven felices. Hay quien los sobrevive con paciencia y resignación fatalista y como no se le nota, gradualmente el problema tiende a desaparecer. Hay sin embargo quién no los soporta de ninguna de las maneras, y que se los toma como una verdadera afrenta personal. Estos últimos, en la mayoría de los casos, coleccionan motes a mansalva, y se puede dar el caso de que tengan uno por la mañana y otro por la tarde, e incluso uno antes del recreo y otro después del recreo.

Existen apodos para todos los gustos. El clasificarlos es un problema bastante complicado, y no se si algún erudito habrá dedicado parte de sus horas de investigación a esta ciencia. Pobre de él. Lo compadezco. Así, y sin demasiado rigor científico no es difícil apreciar que existen diversidad de estilos, tipos y formas de sobrenombres. 

Están, por ejemplo, lo que podríamos llamar motes de situación, que se basan generalmente en una anécdota graciosa o que ha dado fama al protagonista: Este es el caso de Gustavito, ya contado en otro lugar de este relato, que por escaparse de la carbonera, todavía no se sabe cómo ni por donde, todos le llamábamos con admiración Fugas. O lo que le pasó a la Señorita Engracia, en que un día de lluvia traicionera, dio un traspiés, y no se desnucó de milagro. Cuando se levantó del suelo, estaba llena de barro hasta las cejas, mojada como si hubiera cruzado a nado el paso de Calais, y con las rótulas en carne viva tal y como se le quedaban cuando subía de rodillas, por promesa, desde la plaza de su pueblo los seiscientos veintitrés escalones que llevaban a la ermita de Santa Engracia Bendita. Limpiándose un poco, así y como sin darle importancia, solamente logró decir, «¡Uy que caída más tonta! ¡Resbalé!». Desde aquel día se le llamó para siempre Resbalé.

 Entre los apodos de fachada, o lo que es lo mismo, los que afectan a la fisonomía personal, había varios relativos a los apéndices capilares. La Pelos, o La Bigudíes, era Doña Purita. Aunque siempre iba peripuesta y bien, se la llamaba así por una sola vez que dicen que alguien la vio asomada al balcón de su casa regando los geranios, en bata y con los rulos puestos. Otro apodo de fachada capilar era Rampa de lanzamiento, Don Honorato, a pesar de que llevaba la calvicie con toda decencia y dignidad, salvo unos pelillos que por taparse un poco la brillantez de la calva se pasaba de un lado a otro, «de parietal a parietal», que decía Rosarito. El pelines era Ricardito, porque tenía el pelo no solamente cortado al cepillo, sino tieso como un puercoespín. 

De la misma categoría de apodos, aunque de fachada exterior, estaba El Jeta, el director, porque tenía una cara muy grande. Al profe de gimnasia se le apodaba El Canica o el Naftalina, porque era pequeño, calvo y como una bolita. Pueden ustedes imaginárselo tranquilamente, y tal vez acordarse de él, pues se le conocía por dichos apodos en todo el contorno. 

También se pueden citar algunos ejemplos de sobrenombre de muletilla o frase repetida directa, como el Puespués, tal y como se conocía al profesor de literatura de tercero; o el Demoque, de frase repetida evolucionada, ya que del «de modo que», que decía Don Gregorio, pasó al demoque, al De Moco, y más tarde al Moqueta, y el Moquetus, que para eso era profesor de latín; o El Pelillos, que no tenía que ver con apéndices capilares sino más bien con frase hecha repetida (otra variedad), ya que decía miles de veces lo de «pelillos a la mar», viniera o no a cuento.

 ¿Y quien no tiene muletillas?. A Don Honorato se le contaban los «¿A que sí?», por centenas de millar, y se jugaba a pares o nones en clase, cruzándose apuestas con más seriedad que en el hipódromo. Se llegaron a contar en una hora de clase hasta trescientos veintiocho «¿A que sí?», ganando los pares. A Doña Purita se le contaban los suspiros; al Dire, al que todo el mundo llamaba El Dire, además del anteriormente citado El jeta, se le contaban los «¡Jesús, Por Dios Bendito!»

 Los apodos ligados a problemas de personalidad y comportamiento eran muy comunes. Rinconete y Cortadillo eran en realidad Manolín y Gutiérrez, porque el primer día que llegaron al colegio, cuando tenían tres o cuatro años, uno se quedó todo el día en un rincón, llorando y chupándose el dedo, y el otro, a su lado, hipando, sollozando y lleno de terrores propios de un primer día de colegio. A pesar de que al colegio le siguieron teniendo hasta el final, no ya solamente terror sino verdadero espanto, el apodo que les pusieron desde el primer día unos sabihondos de quinto se les quedó para siempre. 

De la misma categoría clasificatoria de personalidad es el mote que aunque por poco tiempo se le adjudicó a un profesor que pasó allí unos seis días sustituyendo a Don Higinio. Todo el mundo le llamaba El Neslé en lata, por la mala leche concentrada que tenía.

Existían también, hablando de lo mismo, los apodos despiadados por parte de los alumnos, que casi no relato por vergüenza ajena, pero que se daban con profusión, ¡vive Dios!. Entre ellos estaban cojibete, ojoví, cabezabuque, rompetechos, pupas, etc. haciendo honor a la tradicional forma de ser de «falta de caridad», que decía Doña Purita en aquel tiempo, o de «mecanismos de defensa» y «agresividad contra el líder», que les adjudican actualmente los psicólogos a la gente menuda, que éramos entonces. 

Otro tipo de apodos, menos significativos pero no por ello hay que dejar de reseñarlos son los producidos por la utilización de lenguas exóticas o por otras formas de hablar del territorio nacional o europeo, y que en algún lugar de estas memorias se han ido relatando: El Puch, Sasa o Fransuá. Otros venían de añadir al nombre o al apellido algún prefijo o sufijo de invención casera: Pérez era el Perezoso, Mónica, La Monicaca, etc.

 Las apostillas tampoco dejaban nada que desear, y muchas de ellas no tenían nada que ver con la personalidad, ni con anécdotas, ni con nada de nada. Las que cito a continuación solamente son de tipo métrico, poético, pareados más bien: Se utilizaban siempre que se nombraba a un personaje, o por lo bajo cuando alguien salía a dar la lección. Normalmente, aunque se hacían con todo el cariño, sin ánimo de ofender, ofendían lo que no se sabe y los afectados dudaban con seriedad del cariño con que se pronunciaban. Cito algunas: Estaba por ejemplo, Alfredo el del pedo, Marisa la que va a misa, con la variante de Marisa, ¡que risa!.

 Sobre el caso de los apodos, hay una anécdota que no se puede dejar de relatar. Cuando Don Crisanto llegó de nuevas al colegio, el primer día de clase, ya nos avisó que «estoy enterado de que en este colegio se les pone apodo a todos los profesores, lo cual aparte de ser un falta de respeto no dice nada bueno de la formación que en un colegio que se precie deben tener los alumnos». Don Crisanto habló por lo menos durante veinte minutos sobre el particular, explicó que él tenía sus singulares modos de controlar y evitar costumbres tan bárbaras, defendiendo así la civilización cristiana occidental y la tradición de respeto, moral y buenas costumbres transmitida desde sus ancestros. Y él a su edad no podía claudicar en algo que era consustancial a su personalidad y que llevaba desde su más tierna infancia en las fibras íntimas de su ser. 

Don Crisanto acabó su disertación, con la que había logrado tener a toda la clase en estado cataléptico, aseverando que desde ese mismo día y para evitar que nadie le pusiera apodo, mote o sobrenombre «Yo, como me llamo Don Crisanto, tomaré mis precauciones».

 Desde aquel mismo día en toda la clase, en el colegio, en la ciudad entera, en la comarca y en las regiones limítrofes, a Don Crisanto, hasta el día de hoy se le conoce por Miss precauciones.

© Enrique Martínez-Salanova Sán    n bn chez