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Los acantopterigios, la zarza ardiente y la conciencia digital de don Honorato

 

Publicado en www.aularia.org

Martínez-Salanova Sánchez, E. et al. (2012). Los acantopterigios, la zarza ardiente y la conciencia digital de don Honorato. Aularia, 1(1). pp: 75-79.

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

 

Los acantopterigios, la zarza ardiente y la conciencia digital de don Honorato


 

 

Enrique Martínez-Salanova Sánchez

 

Lo primero que pensó don Honorato, maestro de los de antes con ganas de ser de los de ahora, al encontrar un lunes a primera hora una serie de cajas sin desembalar en el aula, que le ocuparon espacios y tiempos, fue que algo, misterioso e intangible, invadía sus competencias. Recordemos que don Honorato, puntual y quisquilloso con su orden y con el de los demás, era un tanto contrario, no a las innovaciones en general ¡que va!, sino a aquellas que se hacían sin avisar, como de tapadillo, que le encontraran en cueros, desprevenido. Lo que sucedió tras encontrar la clase atiborrada de cajas no es lo que más desazón le produjo; lo que le tuvo al borde de la apoplejía fue que nadie supiera darle ningún tipo de explicación de aquello. Anduvo por pasillos y dependencias, en inútil búsqueda del conserje, como siempre sin éxito; llegó a la secretaría y le dieron la callada por respuesta, «ahora viene el director, don Carlosmari, espere», le dijeron. Mientras trascurría el tiempo, Maripili, Mijail, Rosarito, Abdulá, Manolín, y los demás, saltaban sobre las cajas, con las que habían construido trincheras para jugar a la guerra; hacían cábalas sobre el contenido de los bultos y se plantearon, incluso, si tal vez hubieran llegado los reyes anticipadamente. Algún irresponsable, con rotulador, dibujó en el cartón impoluto, sobre la etiqueta de «frágil» el consabido letrero de ¡tenemos don Honorato para rato!, que tan de furia ponía al profe.

Cuando llegó don Carlosmari y llamó a don Honorato, peor; pues éste ya había logrado cierto orden en las filas y disertaba ante sus atentos alumnos sobre los acantopterigios, esos peces teleósteos cuya mandíbula superior es móvil, y poseen, como de todos es sabido, branquias en peine. Don Carlosmari explicó a don Honorato que las cajas eran las de los esperados ordenadores, noticia dada con anterioridad en infinidad de ocasiones, tablón de anuncios incluido, publicada en todos los periódicos y proclamada por radio y televisión; ya que los políticos gritaron en sus mítines sobre el particular y la oposición había criticado la medida hasta la saciedad; culpó don Carlosmari al probo profesor de no enterarse de nada, de que era necesario estar al día, ojo avizor. Explicó el director al asombrado don Honorato, que las aulas caminaban indefectiblemente hacia la modernidad y que, o disponían de ordenadores o quedaban anclados en el pasado sin modo posible de dar clase. Y le exhortó a que se pusiera en forma ¡ya!, pues doña Josefina, la inspectora, pasaría en breve por el centro a supervisar el cumplimiento de las nuevas normas de innovación pedagógica.

Don Honorato gimió para sus adentros, pues algo le decía que aquello era superior a sus fuerzas. Tenía terror a aquellos monstruos de pantallas de colores, velocidad vertiginosa y se había jurado interiormente miles de veces, que nunca entraría en ese demoníaco mundo. No dijo nada para sus afueras, aunque maldijo a los ordenadores de marras, que se los colocaran en la clase sin avisar y que, además, le impusieron la obligación de utilizarlos, como si no fuera suficientemente duro enseñar a los alumnos lo de los acantopterigios con las branquias en peine «con peineta y abanico», le oyó comentar por lo bajo a Maripili. Doña Purita le sugirió con retintín, al ver a don Honorato tan alicaído, que pusiera sobre cada ordenador un florero con un mantelito hecho a ganchillo, que adornaría el aula y quedaría mono.

Nadie sabía que don Honorato era «erre que erre», tenía su orgullo, modelado en tiempos difíciles. Nadie lo ganó nunca a trabajar y, aunque no era joven, le sobraban impulsos y capacidades suficientes para hacer lo que se propusiera, ¡me van a enseñar «estos jóvenes» sobre cómo llevar una clase! «Estos jóvenes» eran la inspectora, doña Josefina, y el director, don Carlosmari, antiguo alumno de don Honorato, de ilusionada juventud, que veía a su antiguo mentor como un pleistocénico sin remedio. A la inspectora, doña Josefina, le gustaba que la llamaran Pepa, aunque se comportaba normalmente como doña Josefa, pues para comenzar el trato daba toda la confianza del mundo «¡trátame de tú, hombre, que soy mucho más joven!» pero que por un quítame allá esa pajas, te volatilizaba en un plis plas con un expediente de aquí te espero. Unos profesores, que la descubrieron en un cibercafé, chateando, en horas de visitar centros, comenzaron a llamarle la chata, apodo que se difundió con la rapidez del fuego por toda la provincia y que llegó con prontitud a oídos de la interfecta que, lejos de ver la propia paja en su ojo, se dedicó a ver vigas en los ojos de todos los demás, por lo que sus inspecciones solían ser un infierno.

Pero volvamos a los ordenadores y a don Honorato. Don Honorato, clandestinamente, se compró un ordenador y un libro para aprender el manejo en el aislamiento de su domicilio, pues le daba vergüenza que lo vieran ¡esos jóvenes! en cursos de capacitación informática: Se leyó primero el folleto de instrucciones, como hacía cuando compraba, ya fuera una cafetera express, jarabe para la tos o un paraguas. Así supo que el ordenador se encendía de la misma forma que la luz o el microondas, con un simple interruptor, que no era tan complicado y que, con cierto esfuerzo y dedicación, todo hay que decirlo, al escribir en el teclado, salían las letras en la pantalla, como en las máquinas de escribir. Y se animó a lidiar en soledad contra aquella nueva adversidad, ¡no le iba a ganar a él una máquina!, cuando era un experto en arreglar aparatos caseros y se las arreglaba bien con los relojes, la electricidad y, en ocasiones, los grifos. Ignoraba don Honorato que los intríngulis de un ordenador, los sistemas binarios, los circuitos integrados y otras variedades de la técnica, superaban en mucho lo que un habilidoso manitas podía hacer con un destornillador y una lupa.

Varias semanas después, noches sin pegar ojo en acerba lucha contra el artefacto, en las que la mayoría de las veces ganaba este último, infinidad de textos leídos, consultas hechas a compañeros, con los nervios de punta, se compró un libro más completo en el que aprendió, por ejemplo, casi llevaba el tomo por el final, a dibujar una línea vertical en la pantalla, una raya a la que, a pesar de leer y releer mil veces el texto y probar de todas las formas inimaginables, no pudo mover de sitio, ni aumentar ni disminuir su tamaño, ni colorear, ni nada de nada.

Fue en plena batalla campal contra la tecnología, a punto de desertar del intento innovador, cuando le comunicaron desde la dirección, don Carlosmari, de muy buenas maneras, eso sí, que debía enseñar a sus alumnos a utilizar Internet, «una forma de acceder globalmente a la erudición y la cultura», le dijo. Tras instalar los ordenadores en el aula le colocaron una pizarra digital, le impusieron la norma de no utilizar nunca jamás el papel, le exigieron hacer sus proyectos, memorias, burocracia, etc. en un programa hecho ex profeso, y le conminaron a ejercer su docencia utilizando, no ya la última destreza tecnológica al uso, sino todas aquellas que estuvieran por venir del Japón en los siglos venideros. Por último, le comunicó el director que, sin remedio, la inspectora caería en las próximas semanas, sin avisar, a ver los adelantos que habían hecho los profesores; no le importaban tanto los alumnos, en materia de ordenadores. También le explicó que no era nada personal y que se olvidara de la pizarra, una soberana antigualla, y del papel.

Y llegó el día en que los ordenadores debieron ser utilizados en el aula. La clase entera, expectante, ilusionada, sobre todo por ver a don Honorato en acción, gran novedad ver al profe pasar de la pizarra a la pantalla, ¡a ver qué hace!, Manolín, Mijail, Maripili, Rosarito, Abdulá, Ricardito, Gustavín, Mariloli, Fátima, Pepillo, Gutiérrez, Kumiko, Agustín, Bogdánov (para diferenciarlo del otro Mijail), Eduard Wellington y los demás, presentían una jornada plagada de aventuras en la que, entre otras cosas, demostrarían que ellos eran unos expertos pues no en balde, desde su nacimiento, se jugaron la vida en las pantallas, contra marcianos y monstruos de todo tipo, dirigieron con maestría ejércitos en el campo de batalla e hicieron aterrizar aviones en los aeropuertos más complicados del planeta.

Don Honorato llegó con dignidad, al igual que Juana de Arco a la hoguera, indicó a sus alumnos que debían estar como en un santuario, les exhortó a la seriedad y al silencio, aunque interiormente temía que aquello se convirtiera en un jolgorio, precursor de alguna inevitable hecatombe. Lo peor, o lo mejor, es que no pasó nada. La clase entera encendió sus ordenadores sin hacer comentarios; ni siquiera Rosarito hizo acotación alguna y, en el silencio más riguroso, entraron en Internet y se dispuso cada uno a hacer su santa voluntad. No se oía una mosca, infructuosos los esfuerzos de don Honorato para que le hicieran caso, que atendieran sus explicaciones, la clase entera, sin un murmullo, entró en la red de redes, se comunicó con el espacio exterior, chatearon con amigos de todos los lugares del orbe, recibieron y enviaron mensajes, oyeron música, se divirtieron con extraños vídeos, jugaron con oponentes de las antípodas… Aquel día, a don Honorato, nadie le hizo el menor caso, ni pudo continuar su explicación sobre los acantopterigios; maravillado, pensó que tal vez las nuevas técnicas servían por lo menos para que los alumnos estuvieran callados.

Sin embargo, aquella quietud comenzó a ser su principal problema. La conciencia avisó a don Honorato en la oscuridad de la noche, de que algo tenía que hacer, que él era el maestro, que su autoridad quedaba en entredicho, en competencia con la de la pantalla del ordenador. Tras hacer quince profundas inspiraciones y media hora de yoga al amanecer, decidió tomar las riendas de los acontecimientos. Aquella mañana, de Juana de Arco pasó a ser la reina de las amazonas: hoy se me escucha sin encender los ordenadores, les dijo. En la pizarra, en la de siempre, escribió con buena caligrafía el trabajo que debían hacer, para el que debían buscar información en Internet: Los acantopterigios, conceptos, clasificación y morfología, de lo que ya debían saber algo debido a las ilustradas explicaciones de días anteriores. Cuando tres días más tarde, llegó el trabajo realizado, veintiséis trabajos iguales, clónicos, la misma cantidad de páginas, numeradas de la uno a la diecisiete, con idénticas fotografías, tipo de letra, colores y formas, a don Honorato se le vino el mundo encima, y se acordó del santo patrono de los pedagogos. Superaba con creces el trabajo lo que se les había pedido sobre los acantopterigios, pues se adentraba en sus costumbres, hábitat, morfología, taxonomía, alimentación, formas de apareamiento y procreación, propiedades médicas y alimenticias; una exhaustiva enumeración de las asociaciones de todo el Planeta en defensa de la pesca indiscriminada de los citados peces y la legislación internacional al respecto, bibliografía comparada y notas y referencias de las principales autoridades mundiales en la materia. Maripili, en un alarde de originalidad creativa, había añadido en la primera línea un: para don Honorato, con afecto, por acercarnos al progreso en tiempos de oscurantismo reaccionario.

Aquella noche, don Honorato tuvo una nueva conversación con su conciencia. Vamos a ver, decía don Honorato, en mis tiempos jóvenes, un profesor nos encargaba un trabajo, por ejemplo algo de sumo interés, como «El cultivo de arroz en el sudeste asiático y sus repercusiones económicas», íbamos a la biblioteca, a la enciclopedia ESPASA, y copiábamos a mano en más de 20 hojas con letra pequeña, todo lo que decía sobre el arroz en Birmania, en Indonesia, en el archipiélago Malayo, en las islas Filipinas, en Vietnam… Ahora, con dos teclazos, hacen todos lo mismo, no trabajan, todos igual, pero ¿dónde está el esfuerzo inherente al conocimiento? ¿Y la reflexión ineludible para aprender algo provechoso?

Diálogo nocturno entre un don Honorato, insomne, y su propia conciencia

Conciencia (recriminando): Sí, pero copiabais igualmente ¿no?

Don Honorato (excusándose). Sí, pero con mucho esfuerzo, sudando la gota gorda, horas de copiar y con buena caligrafía, país por país...

Conciencia (reflexiva): Piensa, Honorato, ¿crees que tus profesores leían todo lo que escribíais, aunque fuera con buena letra? Calcula, erais cuarenta y seis en clase, a 20 hojas por trabajo, letra pequeña para ahorrar papel, con las dificultades que esto entraña. A mí me salen, aunque no tengo la calculadora a mano, 920 hojas, ¿tú qué crees?

Don Honorato (en baja la confianza hacia sus antiguos profesores): Pues, no sé, no sé…

Conciencia (con tono de ¡te he cazado!): ¡Ahí te quería ver, Honorato! Además, copiabas y copiabas, horas y horas dale que te pego, ¿para qué? ¿Te enterabas de algo? ¿Te preguntaban luego por tu trabajo? ¿Aprendiste algo del arroz en el sudeste asiático? Lo de copiar tanto, sin ton ni son, ¿te ha servido de algo en tu vida? ¿Eres capaz de hacer una paella siquiera?

Don Honorato se hizo el dormido y dejó a la conciencia con sus amonestaciones en la boca.

Al día siguiente, el profesor tuvo una genial inspiración. Por una parte estaba su conciencia que, como siempre, tenía razón, por otra, encontraba inadmisible que sus alumnos, sin apenas esfuerzo, sin reflexión alguna, hicieran trabajos en los que no hubieran puesto de su parte ni tanto así. Y les ordenó hacer a cada uno un trabajo diferente. Se levantó a las cinco de la madrugada, hizo una lista de tareas y asignó a cada uno una sección de lo que debía buscar en el ordenador. Ah, y debían hacer comentarios personales. El resultado no se hizo esperar. A los diez minutos tenía ante su mesa al comité defensor del alumno, Abdulá (que portaba pañuelo blanco) y Rosarito, con rostro de afilado alfanje, para parlamentar.

Los parlamentos duraron días, fueron poco a poco acercando posiciones, cada vez más cercanas a las peticiones de Rosarito y Abdulá, pues mientras don Honorato intentó en vano retomar su autoridad de antaño, los alumnos insistían en trabajar en equipo, como con otros profesores, repartido como buenos hermanos, los de matemáticas se harían en el ordenador de Kumico, los de doña Purita, en el de Manolín, los de don Prudencio en el de Mijail…

La alianza, como la de Dios con Moisés y el pueblo elegido, llegó una mañana en forma de zarza ardiente, de inspectora encendida y pinchuda, que habló a don Honorato en términos tajantes, concisos, directos, amenazadores, que conminaron al probo maestro a sacar a su pueblo infantil de la esclavitud de las antiguas enseñanzas y buscar nuevos caminos, por los que se dejara caminar libremente a los alumnos… En resumen, que dejara de explicar tanta sandez de acantopterigios y que iniciara el camino del aprendizaje digital.

Y dio a don Honorato las tablas de la ley, un fascículo ilustrado con veinte mandamientos (el doble que el bíblico tradicional), en donde se le explicaba con implacable lenguaje traducido del japonés, los rudimentos de la cultura informática.

Inició ahí mismo el maestro una vida plena de rosas y espinas, entreveradas con desazón, alegría, momentos de depresión y de euforia total, ratos de embriaguez e iluminación, de oscuridad y fulgor, en los que olvidaba sus años y quedaba noches en blanco, henchido de satisfacciones inherentes a todo ser creativo… Pero eso lo dejaremos para otro momento, cuando contemos algo más de sus nuevas peripecias tecnológicas, de su salida del desierto y de las esperanzas y habilidades que los mismos alumnos le proporcionaron.

De momento, don Honorato dejó de oír a su conciencia, pues era menos complicado cumplir la ley que escuchar su incansable run-run toda la noche.