¡Vamos a ir al cine!, dijo un día doña Purita en clase, de
sopetón, como cuando decía ¡Rosarito, a callar! Doña Purita
asistía a cursos de formación por necesidades relacionadas
con la adquisición de méritos, puntos, trienios, fama
internacional, relaciones públicas y entretenimiento
personal. Eso, y que era lectora empedernida, a tenía al día
y sabía que el cine era un instrumento imprescindible de
cultura. El séptimo arte, si se utilizaba con sensatez,
creaba unas posibilidades didácticas inmejorables, estaba
recomendado por la superioridad y avalado su uso en clase
por sesudas y eruditas investigaciones mundialmente famosas.
Su propio colegio, lo incluía todos los años, sin falta, en
el proyecto de centro, desde que años atrás, la misma doña
Purita, que lo practicaba con éxito, lo incluyó entre sus
actividades. Ese año, el proyecto lo firmó como siempre el
director, don Carlosmari, y fue enviado para su aprobación a
la inspección, que a su vez lo remitió a las más elevadas
jerarquías educativas de la región. De todos era sabido que
el citado proyecto era copiado año tras otro del realizado
el año anterior, del que se cambiaban fechas, calendario
escolar y algún otro elemento de escaso interés y que don
Carlosmari no estaba enterado del asunto. Inspección daba el
visto bueno sin mirar mucho y algún administrativo enviaba
de vuelta el vistobueno a su lugar de procedencia, en el
cual nadie lo miraba hasta el próximo año, en el que había
que redactar uno nuevo.
Aquel año, doña Purita decidió, en un pronto irrefrenable,
volver a su alocada juventud. Se tiñó el pelo, releyó a
Simone de Beauvoir
y, como antaño, dirigió sus ilusiones hacia la didáctica
activa, la literatura romántica, jugar al tenis y pasear a
la luz de la luna. El primer acto de regresión a la juventud
fue sacar a sus alumnos de los muros del colegio, que
rompieran esquemas, que disfrutaran del aire puro, que
jugaran en el campo y que fueran al cine. Lo había comentado
antes con don Honorato, imprescindible ayuda para que
llegara a buen puerto tamaña aventura, pues veintiséis
irresponsables, mas los veinticuatro de don Honorato, eran
excesivos para que aquello resultara bien.
Llevar alumnos al cine, es una peripecia que, quien la ha
probado alguna vez, sabe que es para reflexionar con
detenimiento. Sobre el particular hay opiniones para todos
los gustos. Tal vez es mejor poner un DVD en clase, o en el
salón de actos, con el curso solamente o con varias clases,
o con todo el colegio, aunque el riesgo de indisciplina es
directamente proporcional al número de alumnos reunidos, con
las variables de riesgo añadidas de oscurecimiento de sala,
irresponsabilidad de otros profesores ¡que te los dejan!,
síndrome de anonimato en los comentarios, etc. Sin embargo,
eruditos hay, influyentes en las altas esferas, que
recomiendan ir al cine en la sala de cine, para acostumbrar
a ir al cine, porque el cine como mejor se ve es en el cine,
ya que como en el cine en ninguna parte, que si los cines
son cultura, que si patatín, que si patatán, que el cine en
clase desmerece, que no es igual porque no es lo mismo,
además, el cine en celuloide es el no va más, adónde íbamos
a parar con el digital, tan espurio, moderno y eso, digital,
que devalúa la magia que desde sus inicios tenía el cine en
una sala a oscuras, con alumnos inmersos en la refulgente
pantalla.
El primer problema no surgió con la elección de la película.
Debido a la cantidad innumerable de pasos, requisitos,
burocracias y diligencias que es necesario sortear y
superar, el procedimiento es necesario iniciarlo meses
antes, cuando en las carteleras hay lo que hay, útil o no.
Aún así, doña Purita hizo su intento planificador que, como
es normal, debió cambiar infinitas veces.
La normativa era clara: primero, pedir autorización al
«dire». A doña Purita le pareció que esto era coser y
cantar, ya que el «dire», don Carlosmari, era joven, había
sido alumno suyo y tenía ideas modernas sobre las
actividades escolares. Seguro que le parece «de perlas», se
dijo la maestra.
Pues no fue tan fácil, no. Don Carlosmari le puso toda
suerte de dificultades, que «para qué», que se lo diera
escrito en un proyecto, que por qué no les ponía alguna
película en youtube en el ordenador, y se evitaba engorrosas
y peligrosas salidas del colegio, y le dio un discursazo
sobre los tiempos modernos, el aggiornamento, que el
cine era de dos siglos atrás, y que ahora se utilizaban
técnicas de nuevos tiempos, que el cine era tan cine en DVD
como en una gran sala oscura. Doña Purita apeló al principio
de autoridad de los sabios, argumentó con datos, citó
fuentes de autores poderosos del momento, le recordó a don
Carlosmari, sin chantajes, claro, «mira carlosmari, que
cuento a todo el mundo sobre aquella vez que te measte en
clase». Don Carlosmari cedió a regañadientes, siempre que
diera los consabidos permisos la inspección.
La inspección era más dura de roer. Doña Josefina no fue
nunca alumna de doña Purita, estudió en colegio de pago,
engreída y sabionda fruto de años de notas espectaculares,
de estudios en el extranjero y de su habilidad para hacer
incursiones en Internet, recordemos que era llamada «la
chata» por lo del chateo y, al parecer, era insobornable,
hacía gala de su condición de pelirroja para presumir de
espíritu libre y tenaz, y no toleraba contradicciones a sus
dictámenes. Cuando recibió la solicitud de don Carlosmari
para que los alumnos de doña Purita, acompañados de los de
don Honorato acudieran a una sesión cinematográfica, su
primera intención fue la de abandonar el proyecto a su
suerte, es decir, dejarlo sobra la mesa para que otros
papeles, miles de papeles durante miles de años cayeran
sobre la solicitud y la olvidaran el paso de los siglos.
Pero no, doña Josefina, ejerció de inspectora y se fue para
la escuela a ver qué pasaba: consideraba que doña Purita y
don Honorato eran el «homo antecesor», extinguidos o a
extinguir, a los que había que soportar mientras duraran,
murmuraba, «y aún así, todavía hacen solicitudes para
actividades antediluvianas». Y allí llegó, vistosa y ágil, y
citó a doña Purita al despacho de don Carlosmari,
«inmediatamente», dijo, «que no vengo a perder el tiempo».
El director, al ver el panorama tuvo la intención de ponerse
de parte de la inspectora pero una mirada de doña Purita
«que cuento lo del pis…», le decidió por mirar al techo e
intervenir lo estrictamente necesario.
La inspectora decidió. Vale, pues sí, al cine, pero allá
películas, bajo la responsabilidad de ustedes, que ya son
mayores, (antiguallas, pensó), y me tienen informada de cómo
va todo. Les concedo, pensó, a pesar de mis ansias
renovadoras, lo que piden, ustedes mismos sufrirán las
consecuencias.
Pasaron los días y por fin llegó el permiso escrito. Y doña
Purita y don Honorato se pusieron manos a la obra. Lo
primero era elegir película y día para volver a concretar la
solicitud. De todas las proyectadas en salas comerciales en
ese momento, algunas fueron descartadas inmediatamente, por
no aptas para menores, no encontrar finalidades educativas o
por manías personales.
Don Honorato prefería una película de aventuras, ya que esos
días no se proyectaba nada sobre científicos, astrónomos o
investigadores, y la de aventuras por lo menos era de unos
que salvaban la tierra de una catástrofe, para lo que la
ciencia tenía mucho que ver. Doña Purita exigía que
estuviera basada en una obra literaria, romántica a ser
posible, o del siglo de oro, o de Grecia o Roma, para que
los alumnos mamaran los rudimentos de la lengua, la cultura
y la civilización occidental.
Cuando ya casi se habían puesto de acuerdo se acordaron de
los padres. La que se podía armar si no dieran cabida a los
padres, madres más bien, que eran las únicas que iban a las
reuniones, en una decisión tan importante. Y citaron una
reunión de padres, en la que las madres (y un solo padre),
opinaron. Una madre dijo que su religión no permitía el
cine, otra que no tenía dinero, otra que debieran ir al cine
todas las semanas, otra que el cine le parecía una pérdida
de tiempo, que más aritmética y menos espectáculo, que él no
había ido nunca al cine ni leído un libro y, sin embargo,
había triunfado en la vida (el padre), algunas madres
dijeron que bien, que fueran al cine, pero que cuidado con
los niños…
Pensaba doña Purita en lo que antes pasaba, cuando era una
maestra joven, cualquier cosa que ocurriera, se le pedía al
director y ¡hala!, todos de paseo, sin tanta cosa, ni
permisos, ni padres que opinan, y niños y niñas iban a
luchar a terronazos en el descampado, ahora ni descampado
había, y si alguno venía con un ojo morado, agua fría y
árnica, y a casa, los padres lo veían tan normal, gajes del
oficio de ser niño.
Tras un acuerdo complicado entre las partes, en el que
intervinieron varias madres, un padre, los maestros, el
conserje y al que aportó alguna insidiosa aportación don
Carlosmari, llegó por fin el día de ir al cine. Una película
sobre la guerra de Troya, plena de aventuras, que contentaba
a don Honorato aunque no fuera de aritmética ni de
astronomía, por una parte, y con griegos clásicos y troyanos
perdedores, también clásicos, como era el deseo de doña
Purita.
Llegar al cine ya fue una aventura digna de mención. La
mayoría fue en bandada, imposible fue colocarlos en dos
filas, «¡como a parvulitos!», que gritó Maripili, «¡ni
hablar!», guiados por los maestros, que arreaban como
vaqueros a una manada de búfalos en películas del farwest,
Alguno, como Manolín fue con su madre, que no se fió del
traslado de la tropa y prefirió ser ella la que, de la mano
y a trompicones, lloros y jipíos de Manolín, que deseaba ir
con el resto del ganado, lo llevara hasta la sala
cinematográfica.
Y entraron, y cada uno se fue a donde quiso, y los maestros
intentaron un agrupamiento, y lo lograron tras muchos
intentos, a gritos y amenazas, lograron reunir en fila a
unos cuantos. Gutiérrez, Mariloli, Mijail, Abdulá y
Maripili, fueron rápidamente enfilados por don Honorato
mientras doña Purita laceaba con dificultades a Rosarito y
Gustavín. Un sufrido empleado del cine, ayudado por la madre
de Manolín, pegada a su vástago, intentaba reagrupar al
resto. Costó casi media hora reunir a todos y por fin,
incluso Ricardito, Fátima y Pepillo, a los que se encontró
jugando a griegos y troyanos en las inmediaciones,
estuvieron a buen recaudo.
Dentro de la sala, doña Purita amenazó, rogó a los dioses
del Olimpo que ayudaran a los maestros como habían echado
una mano a Agamenón y a Brad Pitt. No tuvo en cuenta la
maestra que los dioses ayudaron también a los troyanos, a
Helena y a Héctor, y que los interfectos de la manada,
aqueos guiados por sus propios dioses de la infancia,
corrieron a sus anchas por el cine, subieron y bajaron,
saltaron sobre las butacas, se organizaron el asedio de
Troya a su gusto.
Cuando se apagaron las luces, iluminada la pantalla, todo se
serenó, Maripili, Rosarito, Agustín, Eduard Wellington,
Pepillo, Kumiko y Bogdánov, quedaron pegados a la magia de
las imágenes. El resto, se sentó cada uno donde quiso a su
modo y manera, todo hay que decirlo, pero quietos, mientras
los griegos y troyanos se enzarzaron en batallas
sangrientas, los espectadores aullaban cuando alguno de sus
protagonistas vencía a otro. Pronto, la mayor parte de la
clase tomó parte en la batalla, y se hicieron dos bandos,
griegos y troyanos entablaron batalla en el patio de
butacas, e imitaron a los de la pantalla,
Los maestros se movieron entre las filas, ahora tocó a ellos
recorrer a las huestes, y serenaron los ánimos tras amenazar
con el inframundo de Hades, lograron por fin cierta
serenidad en las butacas, mientras todos, absortos, veían
morir con valentía a sus héroes, amar y odiar, usar
triquiñuelas de batalla, vibrantes de emoción cuando los
mentirosos griegos se colaron de rodón en Troya dentro de un
caballo de madera.
Doña Purita quedó contenta, pues a partir de ahí las clases
de literatura griega se convertirían en algo ameno y
participativo, ella podría recordar personajes mitológicos y
batallas de la antigüedad, y así entrar en Homero, sus obras
y sus gestas… Había que olvidar que los griegos y troyanos
de la película eran poco creíbles, en vestimenta y aperos,
que todos sucedía en dieciséis días, en vez de los casi 10
años de la guerra de Troya de Homero, que el caballo era un
tanto surrealista, que los dioses, al contrario que en la
obra original brillaban por su ausencia y que desde que
muere Brad Pitt, que en esta película se llamaba Aquiles,
todo deja de tener interés.
Y todo acabó de mejor forma a como había comenzado. La
vuelta al cole se hizo de forma ordenada y, doña Purita dio
de nuevo gracias a los dioses del Olimpo y a su preferida,
santa Rita de Cascia, patrona de los imposibles, por haberla
ayudado. Sin embargo, alguna deidad enemiga estaba en su
contra. No podía ser todo tan perfecto.
Al llegar al cole, Rosarito les esperaba de la mano de doña
Josefina, la inspectora, en la puerta del colegio. Tal vez
Rosarito se despistó cuando fue a comprar palomitas para
llevarse a su hamster, o se quedó prendada ante algún
escaparate, o…, el caso es que quedó despegada del grupo.
Alguien que la vio cuando lloraba a moco tendido, avisó a
las autoridades, y un amable policía la acompañó a la
inspección. Doña Josefina, con aires triunfales, la tomó de
la mano y la llevó victoriosa al colegio. ¿Queríais
película? Pues aquí hay un título que se os atragantará:
Missing.