Doña Josefina, la inspectora, salió en
tromba hacia el colegio de siempre. No pasaba mes, a veces
dos veces por semana, incluso en algún fin de semana, que
los sobresaltos que llegaban desde esa escuela no la sacaran
de sus ocios, normalmente chateos en Internet con imposibles
y novelescos novios. «Hay colegios que no causan ningún
problema, con otros no ganas para sustos», refunfuñaba
mientras esperaba el autobús.
Y en esta ocasión, para la inspectora,
los sobresaltos superaron todo lo anterior y lo posiblemente
imaginable. ¿Quién les manda representar una obra de Lope de
Rueda, filmarla, y colgarla en YouTube? ¿Y quién habrá sido
el canalla que lo ha denunciado a la Sociedad General de
Autores?
La citación judicial reclamaba la
comparecencia de la inspectora en un plazo de quince días
con un texto escasamente literario «se requiere comparecer
de inmediato a la susodicha y dar las pertinentes
explicaciones sobre representación de obra teatral
registrada por tal y tal (no recordaba en ese momento los
nombres de los autores), sin haber solicitado previamente
dicha representación a dicha institución ni satisfecho las
oportunas cuotas establecidas, con el agravante de haberse
realizado en locales externos a la institución escolar de
autos…»
Quemaban a la inspectora las palabras
del requerimiento en el que la denominaban susodicha,
repetían hasta la saciedad términos, dicha, otra vez dicha…
en un un papel sin sentido… me pregunto, sobre Lope de
Rueda, ¿no había fallecido hacía varios siglos? ¿Qué vienen
a reclamar ahora derechos?
A pesar de la desmemoria de doña
Josefina, la citación del Juzgado era clara. En el colegio
se había representado una función teatral, un paso de Lope
de Rueda, el de «Las aceitunas», por más señas, sin permiso
de su autor. No lo creerá quien lea este relato pero, aunque
Lope de Rueda finalizó su existencia en Córdoba en 1565,
hace por lo tanto más de los 70 años, que marca la ley, la
Sociedad General de Autores, en el legajo que acompañaba a
la denuncia afirma que tal entremés, o paso, había sido
adaptado por Eutimio de la Fuente García, Isabelina
Rodríguez Fuertes y Anacleto Billete Hormaechea en 1978, con
derechos sobre la misma, «ellos y sus descendientes,
blablablá, blablablá,…, por lo que dada la ilegal
representación se habían dejado de percibir unas tasas que….
blablablá, blablablá…»
Pero vayamos a los hechos desde el
principio para que nadie se pierda, se enrede o se maree.
La aventura comenzó meses atrás,
cuando doña Purita, prendada del Siglo de Oro, de sus
escritores, aventureros y, sobre todo, de los lances
amorosos que con frecuencia se veían en calles y alcobas,
deseó hacer partícipes a sus alumnos de algunas de las
delicias de aquellos pasados tiempos. Doña Purita, cuando
paseaba por las callejas del centro de Sevilla, los
pasadizos de Toledo o el Madrid de los Austrias, imaginaba
toparse a cada rato con espadachines que dirimían a sablazos
enredos y amoríos ocultos.
Pero vayamos al grano. Doña Purita
quiso representar la obra teatral de uno de los pioneros
que, con sus «pasos», farsas de tono popular y con
personajes muy definidos, más tarde llamados «entremeses»,
dieron lugar a la edad más rica de las letras hispánicas. Y
ahí llegamos a Lope de Rueda que, aparte de otros oficios,
pues pasó su juventud martilleando metales para hacer
planchas, hizo de todo en el teatro, actor y director y,
sobre todo, dramaturgo.
Y puso manos a la obra, nunca mejor
dicho, la función teatral que creaba polvo en una de sus
estanterías, polvo que limpió antes de releerla y le pareció
«de perillas» para sus fines: que los alumnos aprendieran
literatura, que se divirtieran, que perdieran el miedo a
salir en público y, por qué no, darse ella el gustazo.
Como primera medida, contó con don
Honorato que, como siempre, tras mil pegas aceptó con
condiciones, «vale, Purita, pero yo dirijo todo lo que tenga
que ver con iluminaciones y electricidad, juegos y trucos
escénicos, efectos especiales, proyecciones, para lo que
tengo grandes ideas…»
Los alumnos se entusiasmaron con lo de
«hacer teatro». Les daba igual, despreciaron olímpicamente
los intereses formativos de doña Purita, el compromiso
social de la obra, la representación de las diferencias
sociales entre mujeres y hombres que se daba en aquel
tiempo: las mujeres en casa y los hombres a cortar leña.
Toruvio, el padre de Mencigüela, la protagonista, por poner
un ejemplo, entra en casa exigiendo que le den de cenar, lo
que muestra la sumisión de las mujeres de la casa y, sobre
todo, la de la hija hacia sus padres… El interés de los
alumnos fue creciendo a medida que la maestra se explicaba,
como contestó Maripili, cuando doña Purita preguntó si
tenían alguna duda: «Pero vamos a ver, seño, ¿cuándo nos
ponemos los disfraces?»
Comenzó la asignación de papeles y los
ensayos. Repartir papeles en una escuela siempre fue
complicado pues, los más no querían papel alguno, los menos,
más de los necesarios, querían los papeles protagonistas.
Desde antiguo, en las escuelas, los profesores dieron los
principales papeles a los primeros de la clase, a los que
mejor memoria (y notas), tenían. Doña Purita, sin embargo,
era una mujer preparada, y ya había recibido formación
suficiente como para saber que la memoria no era la
capacidad más importante en el aprendizaje, y se decidió en
esta ocasión por analizar los personajes y darlos a quienes
tenían una personalidad más conforme a la que pretendió su
autor, don Lope de Rueda.
Y así fueron repartidos. El personaje
de Toruvio, el padre, un hombre simple, tozudo, un tanto
violento, se le dio en primer lugar a Shen-Yuin, el chino,
que había llegado de China apenas diez meses antes, y aunque
se aprendió de memoria en poco tiempo el papel, se le
trababa en exceso la poesía del Siglo de Oro. Hubo que
reemplazarlo por Mijaíl Bogdánov que, aunque de padres
rusos, desde niño hablaba el idioma de Lope de Rueda, con
deje, sí, y un tanto barriobajero, pero castellano al fin.
El papel de Águeda de Toruégano, la madre, fue adjudicado a
Mariloli. Mencigüela, la hija, descarada para su tiempo, no
lo podía hacer más que Rosarito, que no tenía pelos en la
lengua. El vecino, Aloja, lo haría Manolín, que daba el
perfil y la talla. Como la obra no tiene más personajes en
origen, doña Purita se inventó algunos para dar gusto a los
pretendientes a actores; así entraron Pepillo, que tocaba la
flauta, Rosarito, que entraba como una vecina a pedir sal,
sin venir a cuento, y Shen-Yuin al que, desilusionado por su
descarte, se le permitió pasar en un momento dado por el
escenario, dando saltos orientales. Había también apuntador,
Abdulá, tramoyistas, iluminadores y encargados de sonido,
bajo la dirección de don Honorato.
El dire, Doncarlosmari, concedió todos
los permisos aunque, como siempre, con dificultades. Primero
dijo que sí, pero que no, volvió a decir que no, y cuando
doña Purita le recordó que, como alumno suyo que había sido,
tenía muchas cosas que contar de él, volvió a decir que sí.
Además, su afición a filmar todo lo que se le ponía por
delante, le trajo la idea de hacer un buen reportaje de la
representación.
Paquita, la conserje, siempre a
disposición, y mucho más, se convirtió en el alma del
suceso, pues animó a los maestros, contó a quien quisiera
escucharla que «hacía años que no se representaba nada en la
escuela, con lo bien que le viene a los alumnos hacer
teatro, y atraen a sus familias, una vez vino el alcalde…».
Bajo la dirección de don Honorato y doña Purita, preparó su
propio taller para confeccionar el vestuario y parte del
decorado. El pequeño habitáculo anexo a la entrada, se llenó
de cartones, telas, bolsas: chalecos, pelucas, capas, faldas
y corpiños. Las pruebas comenzaron de inmediato, los
patrones, basados en reproducciones teatrales de la época,
se convirtieron en vestuario, probado a los protagonistas
entre bramidos y pescozones.
Y llegó el día de la representación.
Abuelas, madres y padres que, al contrario que en las pelis
norteamericanas, el padre prefiere hacer de espía en Arabia
Saudita que ir a las fiestas del cole de sus hijos, llenaban
el salón de actos de una institución cercana a la escuela.
Estaban todos los padres, y madres, sin faltar, y tías y los
hermanitos pequeños, además de vecinos y acompañantes.
Todo sucedió según lo previsto, salvo
que Shen-Yuin, en uno de sus saltos cayó sobre Mariloli que,
en una hamaca prestada por la abuela de Gutiérrez, discutía
con Manolín el precio de unas aceitunas de las que aún no
habían sido plantado el árbol. Es de reseñar igualmente que
a Abdulá, que hacía de apuntador, se le cayó el libreto y
detuvo la función un rato, y de otras eventualidades que no
son dignas de reseñar pero con las que el auditorio infantil
se divirtió con ganas, para eso era un «entremés,» y los
familiares lloraron de emoción, suspiraron con alivio y
aplaudieron a rabiar-
A don Honorato se le ocurrió la feliz
idea de proyectar tras los decorados imágenes del siglo de
Oro, textos, edificios, figuras e imágenes, que aumentaron
la calidad de la representación y. como no, la emoción
correspondiente en los espectadores, entregados por completo
al espectáculo.
Todos felices, por tanto, y el mismo
Doncarlosmari, radiante, lo filmó todo, sin dejar frase ni
resquicio. Hizo un resumen, lo montó profesionalmente y lo
colgó en YouTube. En la película no faltaba nada esencial,
obra, autores del libreto, colegio en el que se hizo la
representación, actores y colaboradores, día, mes, hora y
año.
Los problemas surgieron un mes después
cuando la nieta, Carmencita, de uno de los autores
—adaptadores— del libreto, Anacleto Billete Hormaechea,
atenta sin cesar en las redes a la entrada del nombre de su
abuelo, detectó el hecho, lo rastreó y dio con el colegio,
los nombres de los autores, dirección, incluso teléfono de
cada uno de los que perpetraron aquella ilegalidad. El
abuelo Anacleto, celoso en extremo con los derechos de
autor, ferviente defensor de la legalidad a ultranza, dio
cuenta a la sociedad de autores del hecho. Y la sociedad de
autores, intervino con celeridad y eficacia.
De poco valía que la autoría de
Eutimio de la Fuente García, Isabelina Rodriguez Fuertes y
Anacleto Billete Hormaechea sobre el paso de Lope de Rueda
fuera mínima, prácticamente irrelevante, pues se limitaron a
cambiar en varias ocasiones el término muger, por
mujer, agora por ahora, mochacha por muchacha, y
cosas por el estilo. Lo importante es que, sin encomendarse
a Lope de Rueda ni a nadie, lo registraron a su nombre, el
de los tres, como si Lope de Rueda fuera un simple
advenedizo. Para la Sociedad General de Autores, lo
importante era que la autoría era de quienes habían
realizado los arreglos, registrado el hecho y pagado sus
cuotas como asociados.
Un ejemplo que ilustra la escasa
importancia de la adaptación y que soliviantó a doña Purita
es, cuando Mencigüela dice: «¡Jesús, padre! y habeisnos
de quebrar las puertas», los eruditos Eutimio de la Fuente
García, Isabelina Rodriguez Fuertes y Anacleto Billete
Hormaechea, no sin horas de discusión, en un alarde de
conocimiento del idioma, lo cambiaron por «Por Dios que vas
a romper la puerta, padre». Se podrían poner más ejemplos
aunque supongo que basta ese botón de muestra para ilustrar
la importancia de la adaptación.
Cuando la inspectora, doña Josefina,
llegó a la escuela, se comportó como un motor de combustión
interna. Bufó, rebufó, castañeteó los dientes, resopló,
bramó, y en el despacho de Docarlosmari, se caló. Testigos
fueron el director y Paquita «la conserje». Tras unos
segundos en estado catatónico, la inspectora bufó y rebufó
de nuevo y, cuando se esperaba que se calase
definitivamente, recompuso su figura y dijo: Un paso de Lope
de Rueda en el siglo XXI, ¡a quién se le ocurre! ¡Rodarán
cabezas!
El que la Sociedad de Autores denuncie
a una escuela por representar una obra clásica, es de
complicada explicación y de aún más difícil entendimiento
para gente normal. Aún así, es mucho más difícil
tranquilizar a una inspectora angustiada e histérica a la
que se le ha citado oficialmente y que debe abonar unas
tasas, a todas luces injustas, por algo que se escribió en
el siglo XVI. Doncarlosmari, doña Purita y don Honorato,
apoyados por Paquita, la conserje, y maestros y maestras que
entraban y salían en escena, que opinaban, aconsejaban y
traían infusiones y ansiolíticos, intentaban explicar a la
inspectora que el asunto no era tan grave, que para qué
preocuparse de que una sociedad trasnochada, anquilosada,
inmersa en lo mercantil, que niega la cultura, que da
prioridad al dinero sobre el conocimiento de los clásicos…
«Sí, contestaba la inspectora, ¿y mi reputación, y mi honra?
Y, ¿quién abona los 95 euros (¡noventaycinco!) de las tasas
que nos impone la Sociedad de Autores?».
Doña Purita, conocedora de la obra
original de Lope de Rueda y de la adaptación realizada por
los denunciantes, manifestaba que los citados no habían
cambiado casi nada, que así era fácil registrar obras ajenas
como propias, «robabas a un autor del siglo de oro sus
textos, les cambias cuatro cosas y ¡hala!, por la cara te
conviertes en un autor clásico, y cobras por ello, sin
comerlo ni beberlo y sin tener que nacer en el siglo XVI»,
gimoteaba doña Purita…¿y para eso eran necesarios tres
autores, firmantes? ¿para hacer semejante desatino?.
Doña Josefina, a pesar de su
irritación, tras el litro de tila que fue conminada a tomar,
estaba dispuesta a entender casi todo: que se hubiera
representado una obra de Lope de Rueda, aunque para sus
adentros pensaba que era jugar con fuego; que hubiera doña
Purita escogido una adaptación registrada por los supuestos
escritores Eutimio de la Fuente García, Isabelina Rodríguez
Fuertes y Anacleto Billete Hormaechea, en vez de la obra
original, que hubiera evitado los avatares a los que se veía
sometida. Lo que no podía soportar la inspectora, lo que
enervaba sus entresijos y la colocaba en situación de
exacerbado paroxismo era que la filmación de los hechos se
hubiera colgado en YuoTube, de donde pasó a Facebook y al
resto de las redes sociales, multiplicándose a velocidad
vertiginosa por los cinco continentes y la Sociedad de
Autores.
No hubo forma de parar desde las altas
esferas el expediente incoado desde la sociedad de autores
que llegó como denuncia al juzgado. Al contrario, la
Sociedad de Autores, más chula que un ocho, se enrocó en sus
posiciones a medida que aumentaban las adhesiones y quejas
en las redes sociales y se le hacían insinuaciones desde las
autoridades locales y provinciales.
Fue de Doncarlosmari, el autor de la
difusión, de quien partió la idea que puso en marcha una
estrategia que, si salía bien, podría acabar con el
conflicto.
Al día siguiente, todos los de la
clase, la mayoría de los maestros, y todas las amistades,
familias y allegados, entraron en las redes sociales,
contaron su historia, y las redes sociales las multiplicaron
y difundieron por el planeta, y enviaron cartas, quejas y
solicitudes y le pidieron explicaciones a la sociedad de
autores, a los adaptadores y al mundo en general. Y se creó
un batiburrillo de mensajes, un tinglado de opiniones y
comentarios, un entramado mundial de chascarrillos, burlas y
habladurías hacia la sociedad de autores que ésta dio marcha
atrás, no sin advertir públicamente que la representación
era una ilegalidad, sobre todo si se hacía en local
diferente a un centro educativo y que, de repetirse, los
infractores, por muy inspectores que fueran, debían atenerse
a las consecuencias. El texto entrecomillado en la prensa
local, del que se hicieron eco varios diarios nacionales y
alguno internacional, no dejaba lugar a dudas de que la
frías mazmorras o el fuego eterno pudieran acoger en el
futuro a quienes, sin solicitar permiso ni abonar tasas,
volvieran a repetir la torpeza de llevar a las tablas una
obra registrada en la sociedad de autores.
La inspectora, doña Josefina, pudo
dormir tranquila esa noche, a la espera del próximo
sobresalto, no sin advertir a Doncarlosmari que era la
última vez que sucedía tal cosa.
Doña Purita, sensata, decidió que la
próxima vez ella misma adaptaría los textos «para ese viaje
no se necesitan alforjas», se dijo, y evitamos problemas.
Y los protagonistas vivieron con sus
recuerdos, en los que predominaba una familia que vendía las
aceitunas que no habían sido plantadas y una sociedad de
autores que vive también de la venta de las aceitunas que
otros han sembrado, cuidado, recolectado y aliñado.