Los hechos que relatados a continuación, aunque parezcan
reflejar oníricas fantasías del autor, situaciones creadas
por su exuberante imaginación, deseos tal vez insatisfechos
desde la infancia, responden a realidades globales,
mundiales, universales, cósmicas, de personas con ilusiones
de todos los lugares, que se desarrollan casi siempre con
muy pocos recursos y siempre con inmenso entusiasmo, no
exento en ocasiones de exuberante delirio.
Todo comenzó cuando don Olegario, el joven profesor experto
en nuevas tecnologías, TICs para cultos y ahorradores de
lenguaje, del que alguna aventura he relatado, volvió
eufórico y radiante de un curso en el que le enseñaron, no
solamente la importancia que tenía llevar el cine a los
colegios y trabajar con él, sino, y sobre todo, que había
que hacer cine para aprender a hacerlo, que era necesario
expresarse mediante las imágenes y divulgar así ideas y
conocimientos. En los cursos de formación recibidos ya
habían hecho cine, filmaron paisajes, se disfrazaron,
pusieron voz y sonidos a su trabajo, se divirtieron mientras
realizaban la película, el montaje y todo el proceso de
producción y, finalmente, se vieron en la pantalla tanto sus
hechos como sus defectos. Sin embargo, hubo dos escaleras
que llevaron a don Olegario, una al Parnaso, que consistió
en aprender a hacer cine animado, en el que se movían
objetos, botones, recortes, y otro que lo condujo al clímax,
que alteró profundamente al joven profesor y le llevó al
paroxismo de su inquietud docente: mover figuritas de
plastilina y hacer cine con ellas.
Y llegado don Olegario al centro, no pudo reprimirse ni un
segundo en comentarlo con quienes, a pesar de su edad,
siempre estuvieron dispuestos a meterse en cualquier
aventura que, aun a costa de su vida, supusiera una
innovación, un cambio, una didáctica nueva con la que ayudar
a enriquecer a sus alumnos. A don Honorato y doña Purita
nunca les faltaron deseos, y muestra de ello había, de
meterse en jardines, a veces con espinas, ya fuera por su
propio temperamento enardecido, que les venía en parte por
nacimiento y por convencimiento propio como por deseos de
rebeldía generacional contra su director, don Carlosmari,
mucho más joven que ellos, y «más atrasado», como le gustaba
decir a la maestra.
Y doña Purita se transportó a los cielos con la propuesta, y
convenció a don Honorato, y se dirigieron ambos hacia el
Olimpo, sin mirar a derecha ni izquierda, con la mirada
puesta en la idea de don Olegario. Para el joven profesor,
lo más significativo que había asimilado fue que era
necesario, no solamente aprender a distinguir qué y cómo es
una película de animación y cuáles son los pasos a seguir
para realizar un film a partir e objetos que se movieran,
sino que lo verdaderamente importante era ayudar a los
alumnos a ser conscientes del proceso creativo de una obra
audiovisual. O sea, que había que hacer animación para
aprender a hacer animación, que don Honorato lo refrendó con
una sentencia venida desde sus abuelos: «A tocar el violín
se aprende tocando el violín».
Y decidieron ahí mismo que en clase harían, en grupos, una
película de animación, de objetos de suyo inanimados, de un
máximo de cinco minutos. Ya les comentó don Olegario que
cinco minutos en animación era una eternidad, pero doña
Purita le dijo que a la eternidad no era necesario ponerle
puertas ni límites, pues ya no sería una eternidad, y que
cada grupo vería, si hacían uno, dos, tres, o cuatro
minutos, y que «por probar no se pierde nada, que un minuto
es una insignificancia que pasa en un pispás». Y para doña
Purita, era dogma de fe lo que decía Sófocles, que «el éxito
depende del esfuerzo», y que un minuto más o menos no
importaba mucho. Poco sabía doña Purita en aquellos momentos
lo que significa un minuto en cine de animación, unas 1440
imágenes, nada más en fotografías, y tras ello, un ingente
trabajo de materiales, decorados, tiempo, y sobre todo de
paciencia, difícil de exigir a seres en crecimiento, camino
de la adolescencia, sus impetuosos alumnos.
Comenzó la aventura, entre acontecimiento admirable y
epopeya prodigiosa, desde el inicio, desde que los maestros
experimentados se sumaron a don Olegario, ilusionado y
animoso, y decidieron iniciar un proceso de filmaciones en
el que intentaron no olvidar ningún paso de los que propuso
el joven profesor y que respondían a las experiencias
vividas en su aprendizaje y en tutoriales buscados durante
horas en Internet. Era necesario, como comienzo, montar una
sencilla productora, tras ello la dura tarea de dividir los
grupos, la no menos quimérica gesta de que cada grupo
realizara su guión, el dibujo de un story board y la
complicada faena de decidir y preparar los materiales, hacer
los decorados, fotografiar paso a paso, stop motion se
denomina, montar con un programa especial y finalmente
realizar el montaje, la sonorización, algún efecto especial,
complementar los sonidos, voces y música, y, finalmente, la
presentación ante el público y, como colofón, punto
culminante, «fastigium» le llamó don Honorato un tanto
nervioso, subirlo a las redes y promover su reconocimiento
universal. Y lo podemos enviar a algún festival de cine,
apostilló don Olegario.
El hecho de montar una productora se hizo por decreto. Lo
solucionaron los maestros de un plumazo, dijeron a la clase
que había que hacer una película, «¿Otra?, ¡Jo, que
aburrimiento!», dijo Rosarito. Doña Purita siguió como si no
hubiera oído el comentario y explicó que todo se haría en
grupos, como siempre, que no querían escaqueos, como
siempre, y que esta vez de mamás y papás opinando, nada. Les
dijeron que para evitar problemas, los grupos serían iguales
que la última vez, los que organizaron cuando rodaron la
guerra de Troya y que, como mucho, podrían cambiar el nombre
a cada equipo. A la intervención de Rosarito de que la
actuación de los maestros era antidemocrática, doña Purita
le contestó un «¡tú te callas y punto!», que acabó
rápidamente con el intento de rebelión.
Montar los estudios ya fue más peliagudo, cada grupo debía
construir un set de rodaje, sin interferencias de otros
grupos, como les pasó cuando filmaron la guerra de Troya
cuando, al contrario que en otras guerras, cada quien se
peleaba o se aliaba con todos los demás y al final no se
sabía quién luchó contra quien, e incluso tras ver el
resultado final de la película, se tuvieron dudas sobre
quién ganó realmente la guerra de Troya. Aquí, don Honorato
lo dejó claro: «¡De guerras nada!» y añadió: «¡Cada mochuelo
a su olivo!»
Lo que se pretendía esta vez es hacer una película mediante
el sistema de stop motion que, según don Olegario, era lo
mejor, lo más práctico, que se divertirían mucho y que,
además para profundizar en el cine y trabajar en equipo, lo
más idóneo.
Pero debemos explicar brevemente a los lectores qué es esto
del stop motion, o paso de manivela, como le llamaron los
pioneros. En forma genérica se puede definir como el
mecanismo para dar movimiento a objetos inmóviles, o que no
tienen movimiento propio. Los antiguos cineastas lo hacían
de forma mecánica, parando de filmar, pasando la manivela de
la cámara poco a poco, de ahí el nombre. Hoy las nuevas
tecnologías permiten otros sistemas, se construye el
movimiento foto a foto, moviendo los objetos con las propias
manos, fotografía, zas, moviendo otro poquito, fotografía,
zas, y así todo el tiempo... y se puede trabajar con
innumerables materiales, plastilina, arena, recortes de
papel, tizas sobre suelos y muros, dibujos en pizarra o en
papel, figuras articuladas, marionetas, siluetas, e
infinidad de objetos inanimados con el único límite que
tiene la imaginación de los autores y el dominio de las
respectivas técnicas.
La productora, y en su nombre don Olegario, dio a los grupos
cuatro opciones en cuanto a materiales a utilizar, y cada
grupo debía, primero por elección, y si el sistema no daba
resultado, por sorteo, elegir entre «botones y objetos de
costura», «cartulinas recortadas de colores», «plastilina»,
u «objetos de la clase». A pesar de que Abdulah y Rosarito
propusieron hacerlo con objetos encontrados en la calle,
piedras, cristales, papeles, bolsas de plástico, con el fin
de «enviar al mundo un mensaje ecológico», que dijo Abdulah,
don Olegario, por temor a encontrar entre los objetos algo
inesperado, de mal olor, detritus de can, o algo peor, un
banco de la plaza se trajeron la última vez que les pidieron
algo de la calle, fue inflexible: «Esto es lo que hay»,
conminó, «de objetos callejeros, nada».
Y así comenzó la siguiente fase del proceso. Elegir los
objetos a mover y hacer el guión de la película. El grupo de
Maripili eligió sin que nadie se opusiera, trabajar con los
útiles de la clase, con un título original y llamativo, «Los
amores de una escuadra y un cartabón», una especie de Romeo
y Julieta pero con compás, gomas de borrar, lápices,
rotuladores y por supuesto, la escuadra que era Julieta y el
cartabón que era Romeo. El grupo, no sin ciertas reticencias
a lo de los amores del quicuecento, de Manolín, que se tenía
por jefe, hizo vales su liderazgo al bautizar al grupo con
nuevo nombre, «Los del Sexpir»; lo formaban Manolín, la
propia Maripili, Eduard Wellington, Gutierrez, Abdulah y
Akira que, como siempre, al ser japonés y nacer como el niño
del anuncio, con una cámara de fotos bajo el brazo, se
encargó de la fotografía. Doña Purita se hizo cargo de que
todo fuera bien y sin excesivos problemas. Aún así se tomó
antes un par de tilas.
Trabajar con plastilina lo solicitaron a gritos los otros
tres grupos, lo que exigió sorteo, cuya narración, aún sin
entrar en muchos detalles, se llevaría un relato completo.
Se lo adjudicó el grupo de Agustín, con un tema mitológico y
original, entre el santoral católico y las hazañas de gesta:
«una bella joven campesina raptada por un dragón y salvada
por un caballero», bueno, lo de san Jorge, pero en
plastilina de colores. Decidieron que lo más importante de
todo, es que el decorado fuera un castillo. A Agustín lo
acompañaban en el grupo Mariloli, Rafa, Igor, y el hermano
mellizo de Igor, Alexi, que hacía las fotos. Del grupo se
hizo cargo don Olegario, junto a Jacinto, el guardia de
seguridad.
Al grupo de Ricardito, Gustavín, Arturo, Maricarmen y Mijaíl,
los que ayudaba Matilde, la amable sobrina de doña Purita, y
Arsenio del personal de limpieza, les tocó hacer la película
con botones y objetos de costura. Matilde bordaba que es un
primor, y les entusiasmó con la idea de que podrían hacer
una animación en la que agujas, dedales, hilos y tela,
bordaran en cañamazo, cañamazo Penélope, por más señas, lo
que les llevó otra vez a la guerra de Troya, y bordar así,
en punto grueso, una figura que iría creciendo a medida que
la película fuera avanzando. Elegir la figura fue otra
aventura, pues había criterios para todos los gustos y voces
con intereses diferentes, «¡bordamos a Batman!», «No, yo
quiero a Blancanieves y los siete enanitos».
Demasiados enanitos parecieron a Matilde, que puso término
perentorio a la discusión. Matilde, afable y de buenas
maneras en su ser natural ese día hubo de ponerse firme:
«¡Una mariposa y una flor!. Todo muy sencillo y con lana
gruesa, para que no sucediera como con Penélope, que se
eternizó la cosa». A partir de ahí fueron acallándose los
murmullos, no sin oírse otra vez entre susurros lo de «¡aquí
no hay democracia!», «¡iremos al sindicato!», y cosas
parecidas aunque sin llegar la sangre a río.
Del film en el que animarían cartulinas recortadas de
colores se hizo cargo el grupo de Rosarito, Mijail Bodganov,
Fátima, Paquita la conserje y don Prudencio, el profesor
mayor, que se convirtió en asesor en la difícil tarea de
filmar en movimiento, Se barajaron varios temas, hubo
discusiones, pellizcos y tirones de pelo, pero esta vez
Rosarito zanjó el tema: «Una salida de sol, nubes, lluvia,
arco iris, puesta de sol, salen la luna y las estrellas... y
ya está. De lo más romántico.».
Y cada grupo montó sus propio estudio, en cuatro esquinas
diferentes del salón de actos, ayudados por los profesores y
el personal voluntario de la escuela, y así confeccionaron
los decorados y la parafernalia necesaria. El castillo de
Agustín, un prodigio de arquitectura de playmóvil, entre
ramas secas del patio y musgo, como en los belenes; Maripili
y su grupo montaron un escenario con una pizarra de fondo,
para que se movieran sobre ella los cartabones, gomas y
sacapuntas; una gran caja de costura fue el plató del grupo
de Ricardito y para las cartulinas de colores de Rosarito y
su grupo, qué mejor que un jardín lleno de flores de
plástico y de fondo, montañas para que salieran el sol, la
luna y las estrellas.
Y la fabricación de los decorados, los artefactos, los
complementos, dieron lugar a toda una suerte de
acontecimientos, incidencias y aventuras que, aunque no
pasen a los libros, sí quedaron en la memoria de todos los
que participaron en aquella prodigiosa peripecia, que
podrían contar en tertulias durante el resto de sus vidas y
proponerse como ejemplo para hijos y nietos. Lo dicho, cada
grupo preparó su cámara de fotos, su trípode, la iluminación
suficiente y así, cada uno sobre una mesa que sirvió de
plató, iniciaron la aventura de realizar una filmación
histórica.
Y unos hicieron sus muñecos de plastilina, los vistieron y
pintaron, otros recortaron, o buscaron sus objetos que iban
a moverse, y fotografiaron, y movieron los objetos y las
figuras, y más fotografías, un disparo por cada movimiento,
mueve un poquito, nuevo disparo, una sucesión de imágenes
con ligeras variaciones para dar la sensación de movimiento,
como explicaba don Olegario, despendolado viajero de grupo
en grupo, unas 17 fotos darían para un segundo de filmación,
y mueve figura de plastilina, o cartulina, o cartabón, un
poquito, zas, y otro poquito, zas, con mucho cuidado y
delicadeza, sin pelearse, no mover de más ni de menos, se
necesita mucho tiempo y cuidado para tomar todas las
imágenes necesarias y que el resultado fuera el mejor
posible. Y pasaron días, que a doña Purita parecieron
siglos, y pidió a don Olegario que los niños, niñas, y ella
misma, fueran viendo los resultados de vez en cuando, cada
hora, por ejemplo, así se animaban todos y se calmaban un
tanto los nervios.
Y las fotografías paso a paso se convirtieron, por obra de
un programa informático, en movimiento, y nacieron así unas
divertidas historias, a las que más tarde se añadieron
sonidos, música, letreros, para llegar a un resultado final
que colmó todas las expectativas, de pequeños y mayores, y
se produjo un maravilloso resultado final, un proceso
cinematográfico completo.
Y de allí salieron felices, y enseñaron la peli a sus
familiares, y la enviaron a parientes, tíos, amigos y
abuelos, y don Olegario la colgó en la red, y la envío a
varios festivales de cine para niños y no tan niños, donde
se ganaron varias menciones y algún premio, que animó a don
Olegario a seguir con la maravillosa actividad de hacer cine
de animación. Y todos fueron muy felices.