VOLVER A «EL PUNTERO DE DON HONORATO»

La vida es como es o como te la cuentan

o de cómo los maestros descubren que lo escrito, escrito está, aunque no sea muy creíble

Publicado en www.aularia.org

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


 

 

Para el lunes, una redacción sobre lo sucedido en el fin de semana, dijo, proclamó con autoridad doña Purita, mientras lo escribía en la pizarra en letra redondilla para que a nadie se le olvidara, lo copiaran en sus cuadernos y el lunes nadie se llamara a engaño ni tuviera excusas para no entregarlo. «Y que nadie se olvide», subrayó.

El «¡que nadie se olvide!», expresión imperativa añadida al énfasis autoritario que imprimía doña Purita, se convertía de arte gramatical en el comienzo ineludible de las tribulaciones de fin de semana de un sinfín de familias completas. En el mismo momento en el que la maestra pronunciaba las palabras mágicas, se ponía en marcha una maquinaria cuyos engranajes iniciaban el drama por el que posteriormente discurriría el enmarañado nudo de una multitud de fatalidades individuales y familiares. Indefectiblemente se producían sucesos funestos durante lo que debieran haber sido días de convivencia y asueto doméstico, que finalizarían en ocasiones en desenlaces, fueran esperados o inesperados, que trocaban la vida escolar y familiar en un cúmulo de acontecimientos, aventuras, lances, episodios y contingencias muy difíciles de prever y menos de adivinar sus resultados.

Las relaciones entre la familia y los deberes escolares tipifican una compleja serie de relaciones, una extensa taxonomía de procederes, comportamientos, caracterizaciones casi imposibles de clasificar de forma exhaustiva y que los investigadores de la sociología de las relaciones humanas debieran analizar e investigar en profundidad. La tipología que he realizado, a todas luces incompleta, reproduce en parte lo que sucede cuando un niño llega a su casa para el fin de semana con un cúmulo de tareas a realizar: los padres quejicas, los ayudadores, los sobreprotectores, los «esto conmigo no va», los renegones, los que «esto es más cosa tuya que mía», según sea hacia el varón o la mujer, los de «estas cosas tendrían que hacerse en la escuela», y finalmente, en los últimos tiempos, se ha generado una nueva tipología digital, la de la familia guasap, padres o madres, generalmente más las madres, del whatsapp, wasap, o por utilizar un mayor tecnicismo, guasap a secas, en redes que se cruzan, se traban, se pelean, se descruzan, se alían, se destraban, se ayudan, se ponen zancadillas, toda una serie de tribus que los expertos en relaciones etnológicas y en grupos humanos contemporáneos debieran también estudiar con ahínco. Pero otro día hablaremos de esto.

La otra parte del drama, la de verdad, la ineludible, es la de quienes realmente sufren los resultados, que deben el lunes entregar la tarea, padecen los tiras y aflojas de las partes en conflicto, se esfuerzan, se amilanan, se agobian, o aquellos que, dándolo ya todo por perdido, se olvidan de la tarea, juegan toda la tarde, y salga el sol por Antequera. Otros, irreflexivos, o en exceso reflexivos, como Agustín, Maripili, Pepillo, Bogdánov, y Alonso el manchuria (el que era de La Mancha), se pusieron de acuerdo en contar cualquier cosa, pues qué derecho tenía doña Purita para inmiscuirse en lo que hacían los fines de semana.

Y ahí, por ejemplo, estaba Manolín, el de su mamá, progenitora a quien todos mis lectores conocen pues siempre está presente en todo lo que organiza el cole para salvaguardar la integridad de su vástago. La mamá de Manolín, a pesar de que en entre maestros, maestras y compañeritos de su vástago era una leona, de las tareas escolares, se desentendía cuando llegaba a casa y sin ni siquiera ponerse las zapatillas, decía: «Manolo, tu hijo tiene una redacción, ¡a trabajar!». Y Manolo, padre de Manolín, aunque estuviera viendo el mejor partido de futbol de su vida, se levantaba como un corderito del sillón y se ponía a la tarea. Su primer reto era descubrir cuál era la labor a realizar, todo un desafío de máximo riesgo pues Manolín era muy suyo y no soltaba prenda con facilidad. Por medio de preguntas, halagos, encuestas, sin necesidad aún de procedimientos más expeditivos, Manolo, don Manuel, sondeaba a su vástago para que le contara con pelos y señales lo que les había pedido la maestra, difícil empeño pues los niños, o no se enteran muy bien, o te cuentan la mitad de lo que se enteran, o directamente no se enteran de nada. En este caso, Manolín algo dijo, y con esos mimbres, Manolo padre, don Manuel como profesor de química en el Instituto, algo tenía que decir. Y Manolín, sin imaginación ninguna, pero con buena letra, escribió al dictado de su padre Manolo, sobre las emociones que da un día de caza de la liebre y perro rastreador, no con galgo, cenar poco para dormir bien, levantarse al amanecer, quedar con el resto de la partida, andar leguas mientras amanece, observar las huellas en los caminos, y ver donde hacen sus necesidades las liebres, al mismo tiempo que cuidar que los avispados roedores, lepus europeus, no vieran ni olfatearan al perro, que las espanta, y así, con mucha paciencia, esperar los primeros rayos del sol, pues las liebres son muy frioleras y ponen sus lomos a disposición del astro rey, que las calienta y anima para la jornada, y ahí dar el susto a la liebre que de sus primeros saltos, disparatados y erráticos, pasaba a una cadencia más adecuada para disparar. Aún así, a pesar de conocer toda la teoría, don Manuel solía volver sin liebre a casa. La redacción de Manolín fue un completo tratado de caza mayor y menor en el que no se evitaban datos ni erudiciones de gran experto, comparaciones con la caza del oso en Groenlandia y un interesante inciso sobre cómo algunas tribus indígenas amazónicas ejercían sus actividades cinegéticas con cerbatana, sin necesidad de atuendo completo, cananas, armamento, cuellos polares, botas, pasamontañas, mochilas o bolsos. Más bien, dictó don Manuel, «iban en cueros».

Digno de referir, acentuar, y narrar con todos los énfasis necesarios es el caso de Rosarito, que llegó a su casa esa noche con la redacción en la cabeza y, antes de acostarse, ya había escrito cuatro hojas en el ordenador: tres hojas para contar cómo desde el lunes muy temprano ya pensaba en el fin de semana, «los maravillosos momentos que con sus papás, hermanitos, amigas dispondría para su asueto y diversión (sic)», las excelentes comidas que prepararía su madre, en la que no faltarían deliciosos manjares (sic), apetitosas y jugosas frutas (sic), sabrosos y exquisitos postres (sic), para deleite (sic) de toda la familia y de la tía Merceditas, «que siempre les acompañaba», contaba en un aparte la historia de la susodicha tía, soltera, la pobre (sic) y, tras relatar en doce folios de pe a pa, minuto a minuto lo que había hecho, vivido, imaginado y sentido en el fin de semana, con paseos, comidas, juegos incluidos, ya corregido y releído el texto, cambió el tipo de letra, subrayó, lo adornó de colores varios, y resumió todas las especificaciones, incluido número de líneas y palabras. Al final lo imprimió con pulcritud, firmó y rubricó sin olvidar la posdata de agradecimiento a la maestra por haber permitido recordar los inefables momentos pasados durante aquellos días.

Gustavin fue más escueto. O no se esforzó mucho, o sus aptitudes literarias no le daban para más, o nadie le echó una mano, pero el resultado fue una línea y media con letra muy grande para que pareciera más. «Me levante desayuné fuimos a jugar comimos fuimos a jugar por la tarde hice la redacción cenamos y nos acostamos». No era un prodigio de escritura, no tenía comas ni se ajustaba a la realidad. Le faltó contar que le llevó una hora trasladar al papel todo un día de fiesta rico en hechos y matices, no contó lo del cocorotazo que le dio su abuela por tirarle del pelo a su hermana, ni que por la tarde estuvieron cazando mariposas, ni que por la mañana su padre lo hizo participar en un maratón, ni que su madre había hecho un postre como para chuparse los dedos. Pero así era Gustavín.

Abdulah y Fátima contaron lo del Ramadán, cada uno a su estilo, desde visiones muy diferentes, en función de cómo reaccionaban sus respectivas familias, Abdulah lo llevaba muy bien, pues sus padres desde pequeño le ayudaron poco a poco a hacerlo, con alegría, Fátima pasaba hambre y no lo soportaba. A Abdulah sus padres le adiestraron para el ayuno lo introdujeron paulatinamente en la práctica, y hasta lo hacía con felicidad. Sus padres lo premiaban y elogiaban el esfuerzo. A Fátima la obligaron a coscorrones, gritos y amenazas. Para fastidiarla aún más le ponían dulces en su campo de visión y le reñían por mirarlos, Para Fátima, al contrario que para Abdulah, el Ramadán era un infierno. Todas sus vicisitudes, las alabanzas de unos y los coscorrones de los otros, ambos las contaron sin reparos.

A Chinami «un millón de olas», de ancestros japoneses, le pareció de perlas la idea de la redacción para convertirse en samurai, una mujer samurai que se enfrentaba a aventuras inciertas, pavorosos enemigos y hazañas heroicas (en el fondo contó la historia de Mulán, de Disney, película que había visto la semana anterior). No se preocupó por la verdadera historia de su país de origen, pues la mezcló sin prejuicios con la de China y la de otras civilizaciones y lugares lejanos. Los reyes y aventureros de cualquier cultura o gesta, se unieron a personajes del período Heian, allá por los años mil, y se movieron tanto por la muralla china como por el volcán Fuyiyama y los Alpes austriacos, en un galimatías en el que no faltaban patadas y equilibrios que había visto en el cine, saltos de vértigo que describió con colorido oriental, aventuras en las que se mezclaban luchas a catana con cabalgadas por los desiertos. Relató con prolijidad de detalles, un sangriento harakiri que hizo dudar a doña Purita al corregirlo si aquello era sembrar valores de paz.

Kumiko, escribió sobre la vida de sus padres en el restaurante chino, de sol a sol, entre humaredas y llamaradas, trabajar y trabajar, día y noche, trabajar, las tres delicias quedaban para el arroz, el resto era una especie de esclavitud, entre aromas a especias y fritangas. Contó cómo el wok, esa sartén china tan familiar para ella, de forma cóncava y de chapa muy fina, era fundamental en la comida china, ideal para calentarse muy rápidamente y a gran temperatura. Y relató con detalle los trucos de la elaboración de las verduras, cortar todo muy delgado y que se haga muy rápido, como en una plancha pero a grandes llamaradas.

A doña Purita le dio un patatús al leer, y otro de mayor calibre al releer los trabajos de sus alumnos, se aterró con los entremezclados de imposibles históricos, se horrorizó con el haraquiri del samurái, y quedó muda de asombro con los diferentes estilos literarios e imaginativos, dados los arduos caminos literarios que llevaron a sus alumnos de la exuberancia a la parquedad, de la fidelidad a las recetas de cocina china al anacronismo japonés, de las faltas de ortografía de sus alumnos a la perfecta letra de los padres en el trabajo de sus hijos. Y no durmió tranquila. Aquello debiera cambiar, «no nos podemos quedar así», se decía, reflexionaba sobre la necesidad de gestionar didácticamente la situación para combinar el noble arte de la escritura tradicional, incluso la caligrafía china, con la usual literatura y la tipografía informática, la ayuda paterna o la responsabilidad individual.
Una noche de insomnio, insufribles jaquecas y unos atisbos de creatividad inconsciente llevaron a la maestra a poner a prueba a sus alumnos en la clase, en la misma clase, sin mamás de Manolín y ningún tipo de artilugio digital de comunicación, de sorpresa, para que los trabajos de redacción no quedaran al albur de pesadillas familiares. En aras de la objetividad y para no vivir en solitario la tragedia, encajó el problema a don Honorato que, no sin reticencias, infinidad de excusas y algún chantaje amigable, aceptó.

Y don Honorato reunió a la clase, y escribió en la pizarra el tema de la redacción «Lo que he hecho en el fin de semana». Dio verbalmente instrucciones precisas de no copiarse, de ejercer la imaginación y tener en cuenta los recuerdos vividos, y con su mente puesta en la concisión de Gustavín, exigió que la composición escrita, debiera estar hecha con buena letra, ocupar más de quince líneas y tener en cuenta los signos de puntuación, sobre todo las comas.

Doña Purita fue quien corrigió posteriormente los escritos. Nunca más habló de ellos en público ni puso ninguna nota. Se saben algunos de los detalles de lo que había en ellos por confidencias de la maestra a una fiel amiga que lo desparramó por donde pudo. Gustavín, por ejemplo, escribió quince veces «Don Honorato nos ha mandado una redacción y la hemos hecho», sin comas, Chinami, en vez de trasmutarse en Samurai, contó prácticamente lo mismo pero convertida en la Princesa Mérida, de Brave, de Disney, ya que había visto recientemente la película en la tele, Manolín siguió con la caza, pero esta vez de dragones, para lo que utilizó las mismas técnicas de rastreo que don Manuel para la caza de la liebre, Fátima habló del hambre que pasaba en el Ramadán y Abdulah, contó las excelencias del mismo. Kumiko explicó la receta del arroz tres delicias, que en realidad eran cuatro, Maripili explicó cómo habían ido al cine y contó una películas a todas luces inventada, en realidad un resumen de una serie de televisión que le había contado una vecina.

Todos escribieron lo mismo o muy semejante en forma y fondo que lo que habían redactados ellos o sus padres el domingo, esta vez cada uno con su propia letra.