En un relato anterior hice
referencia a cómo las madres, y algún padre, de la clase,
formaron un Grupo de Wasap, algo que hacen, sin excepción,
todas las madres y padres de hoy. Es una especie de obsesión
de utilidades variopintas y para múltiples eventualidades,
acuerdos, hermanamientos, apoyo a los vástagos,
colaboración, o no, en las tareas de los maestros e
innumerables comunicaciones internas que sería excesivo
enumerar. Lo que no conté, aunque hice un somero adelanto,
es que los Wasap, con frecuencia, se van de las manos pues
los carga el diablo, el mismísimo Belcebú, que los puede
convertir, y de hecho los trueca con frecuencia en una
suerte de arma mortífera contra los maestros, que con razón
o sin ella padres y madres los mudan en enemigos a quienes
hay que combatir; en ocasiones, las más, algún mensaje se
vuelve en contra de los propios emisores y receptores del
mensaje, allegados y colaterales, un boomerang que retorna
debido a leyes físicas al lugar de donde salió y da al
emisor en lo más íntimo, si entendemos por íntimo tanto un
ojo como la propia moral, lo que vulgarmente se denomina
«que les sale el tiro por la culata».
En el relato que nos ocupa,
las madres y padres, más madres que padres en realidad y,
para ser sincero, ningún padre de la clase de la que eran
profesores doña Purita y don Honorato, montaron un Grupo de
Wasap. Tras algunos dimes y diretes y gran ilusión por parte
de la mamá de Manolín, todo comenzó a salir de madre nada
más comenzar. Cuando no habían pasado ni quince días de su
creación, se dieron los primeros roces por qué se yo; no
pasó ni un mes cuando los maestros ya fueron tratados de
irresponsables, de mandar demasiadas tareas para hacer en
casa, de que no se preparaban la clase, de que se enfadaban
por nada; en mes y medio una madre se soliviantó con el
resto por un asunto que mejor no contar, que tenía que ver
con su marido y otra madre del Wasap; a los dos meses, las
cosas habían llegado a tal extremo de dureza,
descalificaciones, denuestos, insultos de grueso calibre y
acusaciones, que algunas madres intentaron poner orden sin
resultado alguno; a los cuatro meses el grupo era ya una
especie de batalla del todos contra todos, más bien del
todas contra todas. Nadie dejó el grupo pues por el bien de
los hijos, los padres podemos llegar a los mayores
sacrificios.
Un día, y no es más que un
pequeño ejemplo, cuatro madres se presentaron a doña Purita
para leerle la cartilla en nombre de todas, afirmaban con
rotundidad. Que si los niños aprendían poco, que si
aprendían demasiado de literatura y ortografía y casi nada
de matemáticas, que llevaban demasiada tarea a casa, que hay
que exigirles más, que lo de castigar a unos y no castigar a
otros no era de recibo, que esto no puede seguir así, para
finalizar con un mitin y amenazas larvadas sobre el original
asunto de que las madres unidas jamás serán vencidas.
Doña Purita, de talante
desigual, ese día pudo controlar sus nervios a duras penas,
tras tragar saliva, contar tres veces hasta veinte y
encomendarse a san Juan Crisóstomo, patrón de predicadores y
taumaturgos, les dijo con suavidad que fueran con
tranquilidad y que si le pudieran dar las quejas por
escrito, y firmadas por quienes estuvieran de acuerdo, ella
las tendría en cuenta. Doña Purita era sabia, y tenía cierta
experiencia en aquello de «que vengo en nombre de todos»,
que no siempre suele ser cierto, dio dos sonoros besos a
cada una de las madres mensajeras y las despidió con
exagerada amabilidad mientras daba vueltas a su cabeza sobre
cómo solucionar el entuerto.
Aquella noche la maestra
intentó entrar en el grupo de Wasap a las claras y mirando
de frente, con la cabeza muy alta. Su solicitud de alta
provocó que se armara un batiburrillo mayúsculo, grito en el
cielo, acusaciones de intrusismo, cara dura, solterona «que
a ver qué sabe de hijos», «a quién se le ocurre», «ésta qué
se cree»; otras madres lo vieron normal, alguna lo apoyó
directamente, que si el derecho a defensa y tal y cual. Ganó
la mayoría y Doña Purita no fue aceptada. Nunca se había
dado el caso, «y no era cuestión de cambiar la Historia»,
dijo la mamá de Rosarito, que nadie del gremio docente se
introdujera en un grupo de amistad de progenitores,
contingencia que le quitaría al grupo su razón de ser, su
identidad y, sobre todo, impediría que las madres, y algún
padre, se despachara a gusto contra las actuaciones de quien
intentara «influir en las mentes infantiles con ideas de
otros tiempos o demasiado avanzadas» y que de educación
«quienes sabemos somos las madres, que para eso los hemos
parido».
La negativa creó en la
maestra cierto grado de soledad, de ser indefenso, de
persona expuesta a los avatares de los padres, lo de ser
«persona non grata» no era su modo, y doña Purita pasó al
contraataque. Pensó en cómo entrar mediante alguna
innovación tecnológica, le llegaron ideas mefistofélicas,
imaginó introducirles en los móviles un virus, un troyano
invasor que les fundiera los interiores de sus máquinas de
guerra. Rechazó la idea por malévola, carente de imaginación
y contraria a toda una vida de dedicación a hacer que las
generaciones del futuro tuvieran buenos sentimientos.
Su experiencia de tantos años
en conflagraciones y guerrillas escolares le impuso utilizar
una de sus mejores estrategias, la creatividad. Doña Purita
era persona de gran inventiva y tenaz temperamento, su
habilidad didáctica se basó siempre en ponerse en el lugar
de otros, analizar situaciones, buscar alternativas de
solución, de elegir la mejor de las opciones. En este caso
tras darle muchas vueltas, clarificó sus objetivos, hizo
gráficos de disyuntivas posibles, diagramas de flujo,
cuadros comparativos, para lo que dedicó noches de insomnio,
varios lápices de grafito del número dos e incontables gomas
de borrar sobre papel cuadriculado, y pergeñó una estructura
de planificación que puso en práctica de inmediato. Y como
la idea del troyano quedó bailando en su cabeza, dio con la
tecnología adecuada y que tan bien conocía. La pizarra.
Parecía inocua cuando fue durante siglos instrumento de
adoctrinamiento y manipulación. Ahora serviría para sus
fines.
Lo primero, principal e
insoslayable que doña Purita debía solucionar con celeridad
era cómo entrar en Troya, introducirse de soslayo en las
líneas enemigas. Habló con una vecina que a su vez tenía
amistad con un primo de la madre de uno de sus alumnos, no
voy a desvelar el nombre para no crearle problemas, la cual
se avino a comunicarle minuto a minuto lo que se cocinaba en
el grupo de Wasap. Una vez hecha con la información, lo
demás fue una tarea de artesanía cotidiana. La confidente le
enviaba al móvil la información del Wasap de ese día y doña
Purita, de inmediato, utilizaba la pizarra para devolver el
golpe. Me explico: la maestra, con lenguaje didáctico y
adaptado para menores, incorporaba el mensaje diario enviado
a las madres que los alumnos debían escribir en el cuaderno,
llevarlo para que sus padres lo firmaran y devolverlo
rubricado al día siguiente. Casi tan inmediato como las
redes telemáticas pero más sutil y con inteligencia, «mejor
que meterse de tapadillo en un caballo de madera», se ufanó
doña Purita.
El primer día que Ade-lita,
la mamá de Gustavín, escribió un nuevo mensaje con clara
referencia a Doña Purita, la maestra estaba preparada
técnica y psicológicamente, incluso se felicitó de que el
mensaje se escribiera en un tono insultante, desagradable y
poco afortunado. Le llegó en un mensaje que le envió la
infiltrada. Ade-Lita, además, cuestionaba sus formas de
explicar la literatura de Gustavo Adolfo: «Más cuentas y
menos literatura, ¡PURA!», con el énfasis en un pareado
provocativo y de dudoso gusto. Doña Purita, enamorada
platónicamente en su juventud de Gustavo Adolfo y de su
literatura, acusó el golpe, no pudo soportar tal desatino,
le molestó especialmente el ripio, y escribió en la pizarra
la frase que incitó a que todos los de la clase copiaran en
el cuaderno: «Los padres y las madres deben darse cuenta de
que las cuentas y la literatura van de la mano y que trae
cuenta hacer caso también a la PURA literatura y las letras.
Gustavo Adolfo». Aquella noche en varias familias se
vivieron sorpresas. «¡Ade-Lita, los niños tienen un nuevo
maestro, se llama Gustavo Adolfo!», gritó el papá de
Gustavín desde el salón. Ade-Lita, mosqueada, escribió un
nuevo mensaje es su Wasap, sin pensarlo mucho, llevada por
el momento: «Gustavo Adolfo debe ser algún amante de la
maestra. Nuestra lucha es dura ¡PURA!».
Ese día, Doña Purita se
divirtió al darse cuenta de que las madres no se habían
percatado de había un troyano en el chat. Sin embargo, por
la tarde, tres madres desertaron del grupo, por si las
moscas. O por si las notas.
Por la tarde, sin rendirse, la maestra elevó un grado la
temperatura de la batalla. En la pizarra escribió: «Amar la
poesía es amar a los poetas, a los científicos, a los
estudiosos y un billete hacia el futuro. Firmado. ¡PURA
VERDAD!». El mensaje pasó de la pizarra a los cuadernos de
los de la clase y fue entregado a padres y madres esa misma
noche para que lo firmaran y fuera devuelto al día siguiente
a la maestra.
Ade-Lita dio un respingo,
algo despertó en su mente, se percató de que la maestra
estaba al tanto de los escritos, sospechó que algún troyano
se hubiera introducido de rondón en el Wasap y escribió en
el chat: «Hay una Judas entre nosotras. Quien avisa no es
traidora». Esa misma noche, cuatro madres más se dieron de
baja en el grupo.
Doña Purita dejó al día
siguiente un nuevo mensaje en la pizarra: «Antonio Machado
escribió: En el análisis psicológico de las grandes
traiciones encontraréis siempre la mentecatez de Judas
Iscariote. Firmado. ¡PURA POESÍA!» Cinco madres más se
dieron de baja tras leer el mensaje esa noche.
El último embate de doña
Purita obligó a Ade-Lita a cambiar de táctica. Llamó por
teléfono a las madres que aún quedaban en el grupo, y las
citó en una cafetería «sin micrófonos ocultos ¡si fuera
posible!», conminó. Todas le dijeron que sí, aunque
acudieron solamente cuatro. Entre el telefonazo y la hora de
la cita desertaron siete más. Las cuatro confabuladas,
«Caballo de Troya» estaba entre ellas, decidieron buscar de
inmediato otro plan de ataque, complicada aventura que no
pudieron finalizar esa tarde por falta de acuerdo. Las
propuestas que hizo la delatora troyana, con el fin de
reventar la aventura, se rechazaron de inmediato por
inadmisibles, disparatadas, delirantes y extraviadas. Las
propuestas de Ade-Lita, cuya derrota ya estaba a la vista,
que se había tomado el asunto como algo propio, iba en ello
su credibilidad, su autoridad y su liderazgo de por vida,
fueron refutadas por imposibles.
Al día siguiente, en la
pizarra que pasó a los cuadernos, Doña Purita escribió el
último mensaje, con el que remató la faena: «Invito a las
cinco madres que se reúnen», el número de juramentadas que
iba quedando, «a hacerlo en la escuela, para que no gasten
en chocolate con churros», en alusión al chocolate con
churros que Ade-Lita se había comido en la cafetería. Esa
misma noche, cuatro madres más se dieron de baja, incluida
la que hacía su papel troyano y quedó solamente Ade-Lita en
el Grupo de Wasap.
Aunque doña Purita nunca se
caracterizó por actuar con frenesí o violencia, el primer
día del triunfo quedó exultante, saber que sus inteligentes
argucias dieron resultado le subió la moral y la propia
estima. Sin embargo, los días siguientes a la victoria,
pírrica por cierto, un regusto amargo quedó en el alma de la
maestra pues la venganza es acre, más aún cuando se hace en
caliente y quienes sirvieron de instrumento son tus alumnos.
Cierto es que deshizo el maleficio, rompió el hechizo y pudo
seguir con su tarea diaria, la preparación de sus clases, la
emoción de ilustrar a una serie de irresponsables juguetones
sobre aquellos que manifestaron al mundo la belleza y el
sentimiento estético mediante la palabra.
Doña Purita enjugó sus penas
y limó sus regodeos con lo que mejor se le daba y, en sus
ensoñaciones, entre poemas, lágrimas, añoranzas, alegrías y
tristezas y una copita de pacharán, escribió en su Diario,
en la mesa de camilla de su recoleto cuarto de estar, entre
comillas y palpitaciones, pizarras y ecos del Wasap,
aquellos versos de Gustavo Adolfo:
«Entre el discorde estruendo
de la orgía
acarició mi oído,
como nota de música lejana,
el eco de un suspiro».