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De ocho a tres

De tirios, troyanos y la autoridad competente

Publicado en www.aularia.org

 

Los dibujos son de Pablo Martínez-Salanova Peralta

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez


El puntero de don Honorato/Bibliografía/Lecturas de cine/Glosario de cine


Cavilaba don Honorato en su soledad sobre cómo habían llegado a esa grave situación, gente en sí pacífica y civilizada, inmersos en una conflagración de límites insospechados, pues las guerras comienzan sin saber cómo y acaban como acaban, siempre mal, con resultados imprevistos e infinidad de daños colaterales. Y esta guerra estaba aún en sus comienzos. Recordaba batallas célebres que, por un quítame allí esas pajas, se originaron y acabaron en conflictos internacionales, que si seducir y raptar a la esposa del rey, invadir una zona del país, un insulto al monarca, unos límites geográficos que no eran del gusto de alguien o una reivindicación que se perdía en la noche de los tiempos. Pero no, se decía así mismo don Honorato, casi siempre las guerras tienen por causa, más que anécdotas novelescas, situaciones de hambre, o de explotación, de injusticia o de agravio.

Como recordará el lector, en el capítulo anterior (Ver «El cesto de Sócrates»), sufrimos los prolegómenos de este trance, dejamos en el aire, en suspenso, en un álgido momento, una situación conflictiva, más bien de beligerancia declarada. Dos bandos irreconciliables, en las antípodas no tanto por edades, sino por maneras y experiencia. En un lado, en la Biblioteca Municipal, frente al colegio, los sitiadores, don Honorato y sus huestes, doña Purita y Rosarito, que en realidad eran quienes coordinaban la operación, las ideólogas del procedimiento, don Olegario, el joven profesor adicto a lo virtual, Akira, hacker, experta en estrategias informáticas, y Abdulah; Manolin y Maripili, experimentados sabuesos digitales y peritos en actividades de confusión y rastreo.

En el Colegio, sitiados por las redes, con el cuartel general en la Sala de profesores y como Centro de mando el despacho del director, Doncarlosmari y el grueso de sus tropas, se encontraban quienes desencadenaron el conflicto a juicio de don Honorato, agraviado con las publicaciones en la red a las que tan aficionado era el director. Ahora, arrepentido pero contumaz, no se bajaba del burro y se atenía a las imprevisibles consecuencias. No había marcha atrás. De momento. Preparados para todo, con material informático como para organizar un viaje a Marte, los sitiadores hicieron acopio de papel, un sinfín de bocadillos y botellas de agua y cafetera que animaría lo que no se dudaba era una reclusión que no sabían cuál era su principio pero que no parecía tener fin.

Sin embargo, don Honorato tenía sus dudas, discurría entre las dos vertientes de su pensamiento. Por una, el ardor clásico, humanista, emocional, descubierto tras años de vida en las aulas. Por otro, aquella en la que predominan los razonamientos científicos, fríos, calculados, decididos a cumplir sus objetivos, producto de su formación desde la infancia. Como clásico, don Honorato releía a Homero, y a otros grandes relatores de sitios, se documentaba en la antigua literatura bélica clásica, con el asesoramiento de la experta, doña Purita, que le contaba sobre la batalla de Abidos, aquella que dio la victoria a los atenienses, a pesar de la llegada de Alcibíades, el gran estratega, o la de Gaugamela, en la que Alejandro Magno derrotó a Dario, el persa, o el sitio de Halicarnaso, el la que también Alejandro se hizo con la victoria. Al mismo tiempo recordaba las reflexiones de Newton, que durante jornadas completas cavilaba sobre hechos físicos hasta dar su veredicto en forma de decisión indiscutible.

Mientras tanto, los de adentro, los sitiados, entre las murallas y al calor de la sala de profesores de la escuela convertida en puesto de mando, a sabiendas de que la batalla sería informática, se introducían en las redes, creaban estrategias, diseñaban cortafuegos, analizaban campañas cibernéticas de ataque y defensa, y releían las recomendaciones bélicas de Sun Tzu, el Maestro Sun, el gran estratega militar y filósofo de la antigua China, más que nada para prever estrategias contrarias que para esbozar las propias.

La conflagración y sus ruidos llegaron a las alturas, al Olimpo, a los jefes, a la Inspección, tan temida y odiada. Los dioses tomaron partido de inmediato. Doña Josefina, la inspectora, al ver desde su nube dónde andaban doña Purita y don Honorato, se puso inmediatamente al lado de los sitiados. Les tenía las ganas a doña Purita y a don Honorato desde el juicio de Paris, o sea, desde que supo que los profesores preferían a otro inspector, don Aparicio, al que llamaban Aparissss, o por hacerlo más breve, Paris, desde que anduvo de joven en la vendimia en Francia. Paris, don Aparicio, decidió apoyar a los sitiadores.

Entre los de afuera se encontraba Rosarito, Rosario Pérez Belmonte, a la que recordarán nuestros lectores de niña entrometida, ahora joven responsable encargada de la informática en unos grandes almacenes que, junto a Abdulah y Akira, y bajo la batuta del joven profesor Olegario, intentaban aligerar el tiempo de la contienda con unos toques informáticos. En pocas palabras, diseñaban un troyano.
Como todo el mundo sabe, un troyano, además de ser un ciudadano de Troya, se denomina actualmente a un virus informático, informático, repito, para no confundir con otros virus de los que quitan el sueño. Se le denomina así mismo caballo de Troya, y en realidad es un programa dañino que se presenta a quien lo utiliza como un programa aparentemente legítimo e inofensivo, pero que, al ejecutarlo, le brinda a un atacante acceso remoto al equipo infectado. A doña Purita le encantaba la idea clásica de los aqueos y Ulises para acabar de una vez por todas con las argucias de Doncarlosmari.

A las 11 de la mañana, desayunada, y en horario de ocho a tres, doña Josefina, la inspectora, se presentó en el colegio. Oficialmente para dar pie a un enfriamiento de tensiones y llamar a la serenidad. Bajo cuerda, la inspectora daba apoyo a la facción oficialista. Solicitó un informe detallado de la situación y exigió que se le presentara a la brevedad posible en su despacho. Bajo cuerda dio ánimos a los sitiados y le trasmitió su apoyo. A grito pelado, desde la puerta por si había oídos atentos y ojos avizor, dijo que aquella situación debiera ya acabarse. Bajo cuerda dejó unos pastelitos de crema con la intención sana de hacer más llevaderas las circunstancias adversas de sus protegidos.

Casi al mismo tiempo que la inspectora abandonaba el edificio de la escuela, por la puerta de la Biblioteca Municipal entraba Paris, el inspector, con el mandamiento de las altas esferas de solucionar el conflicto. Sin embargo, la realidad es que dio las claves a los sitiadores de uno de los ordenadores de Inspección, que sirvió a los hackers para iniciar el troyano y colarse en el enemigo.

Mientras los jóvenes, tanto sitiadores como sitiados, analizaban los puntos débiles de los adversarios y pergeñaban un ataque virulento contra los núcleos de la informática sitiada, don Honorato, riguroso en su ciencia, se imbuía de ardor técnico, que no le aportaba nada, pero le daba serenidad, personal: Diseñaba y rediseñaba el cerco inspirado en los grandes sitios de la historia, hacía sus cábalas, se entusiasmaba en solitario provisto de compás y cartabón, estudiaba la geometría de la escuela, de la que había realizado unos planos previos, leía y releía a clásicos, a románticos y a algunos genios de la guerra, aprendía cada vez más, para nada de fundamento. Ya se lo advirtieron los jóvenes, él era de otros tiempos, de otras batallas, los asaltos a fortalezas ya no son lo que eran, caen murallas con la facilidad de Jericó; en la actualidad, le decían, las guerras, o eran cibernéticas, a distancia, o no eran. No lo convencieron y lo dejaron por imposible y pensaron que gracias a ellos y a sus dotes innovadoras descubrirían lo suficiente como para poner en un brete a Doncarlosmari y a sus huestes. Y pasaron olímpicamente por encima del viejo profesor. Doncarlosmari, de los de adentro, andaba en otra dimensión, lo suyo era lo suyo, desconfiaba de aquellos viejos maestros desde que los conoció, cuando marcaron y discutieron sus decisiones escolares como director, hicieron caso omiso de algunas directrices y lo pusieron contra las cuerdas en los consejos de dirección, ante padres, otros profesores y personal subalterno.

Las propias ideas, las experiencias vividas, algunas filias y muchas fobias marcaban aquella guerra que nació sin saber cómo pero que, en esos momentos, como todas las conflagraciones en su punto álgido, manifestaba momentos de gran virulencia.

Poco sabían los de afuera que el tiempo y la incapacidad manifiesta de unos y otros les jugarían una mala pasada. Que las incidencias de cada situación, que la autoridad educativa, inclinaría tal vez a uno u otro lado la balanza de la victoria y el éxito, que el futuro se consolidaría al albur y el capricho de los dioses. Cada bando, no obstante, se convencía de su triunfo y confiaba en la ayuda externa, desde arriba, para pasar a la posteridad con dignidad. Y pasadas las doce, sin variar apenas las circunstancias, continuaban unos en la Biblioteca Municipal y otros en la Sala de profesores de la escuela.

No había apenas cambios, salvo el del hambre y el de la inseguridad, que corroían su moral de victoria. Los de afuera, en el cuartel general y puesto de mando, continuban en sus en labores de espionaje y logística, sin resultados a pesar de los esfuerzos. Aunque creían dominar la situación al tener bajo su vigilancia el objetivo principal y la topografía adyacente, como debe ser en cualquier puesto de mando que se precie, escasos eran sus avances.

A la una de la tarde, ninguno de los dos bandos tenía sensación de victoria, más bien al contrario, pues eran ridículos los adelantos. Los sitiadores a esas horas no habían conseguido saber más que datos irrelevantes, descubrieron lo de los pastelitos de crema, eso sí, incluso dónde habían sido comprados, información que exclusivamente logró darles más hambre pero que no sirvió para variar en absoluto el transcurso de los acontecimientos.

La precariedad y escasez de información sobre los movimientos cibernéticos de los sitiados les llevó a pensar que todo era un engaño, que les tendían una trampa, poco podían imaginar que el troyano no logró gran cosa, que los de adentro tampoco tenían nada de nada, que ni idea de cómo continuar una batalla a todas luces inútil. Que el que los sitiadores supieran que Doncarlosmari había desayunado café y un bocadillo de atún, y que había entrado la inspectora, y que seguían ahí encerrados, no aportaba datos ni para bien ni para mal, y menos para forzar otra estrategia o continuar con la hasta el momento inexistente.

Hacía más de una hora que doña Purita reflexionaba, abandonó sus elucubraciones poéticas y se dejó de pamplinas «al final, ná de ná» y, al momento «¿para qué todo esto?», se preguntaba, aquello duraba demasiado, «no debieron llegar tan lejos», pensaba. El coraje de la maestra, en general de ánimo subido, andaba ya por los suelos, no era ella de conflictos, o por lo menos no si no existía una causa noble, que mereciera la pena.

Los nervios andaban a flor de piel, nada avanzaba, los intentos de los de afuera para erosionar las defensas por métodos cibernéticos, habían fallado de plano, e ingeniaban otros, intentaban comerlos de los nervios, sacarlos de sus casillas; en los asedios antiguos se cercaba y se cortaba agua y avituallamiento, ahora no podía ser, un telefonazo y ahí estaba el repartidos de pizzas a la puerta de la escuela. Fallado el troyano no se les ocurría nada de momento, y pidieron de nuevo ayuda a los dioses, París el inspector, les dio largas, las cosas no estaban para bollos ya en el Olimpo y don Baudiano andaba nervioso y con los truenos a mano, como siempre.

Los de adentro, tres cuartos de lo mismo, avituallados pero aburridos, no lograban romper el cerco. Habían infiltrado a Dimas, el conserje de la biblioteca era primo lejano de Doncarlosmari, y cada hora transmitía informaciones contradictorias, no daba muchas pistas, al contrario, trasmitía que los viejos andaban en su luna de estudio entre libros y sesudos debates, y los jóvenes a risas todo el tiempo. Hacía dos horas que la inspectora, doña Josefina, no se ponía al teléfono, ni se comunicaba por correo. Algo olía a chamusquina y pensaron por primera vez que, abandonados de los dioses, estaban abocados al fracaso.

Las horas se sucedían impertérritas, sin cambios, como suelen hacer siempre las hora en momentos difíciles, que parece que nada va con ellas, a don Honorato le llegó la de su pastilla de mediodía, Doncarlosmari echaba de menos el aperitivo y, peor aún, si aquello se alargaba, perdería su partida de dominó en el casino. Rosarito se ofreció voluntaria para parlamentar. Voluntariosa pero precisamente la menos adecuada para hacerlo. Las cosas se dan como se dan y las fuerzas astrales y el sino de cada cual se unen en ocasiones para crear en los mortales relaciones y desavenencias. Rosarito llevaba las ideas muy claras, era necesario acabar con aquello y, para lograrlo los dos bando depondrían las armas y dejarían de atosigarse en las redes, ni el más mínimo twit, se entendía. Como último recurso estaba el torneo entre Doncarlosmari y don Honorato, a ser posible sin derramamiento de sangre.

Camino a la escuela, Rosarito se encontró con Maricarmen compañera de toda la vida, desde preescolar, que con un pañuelo blanco llegaba a parlamentar, a su vez, enviada por los sitiados. No se veían desde hace años y no pudieron reprimir un abrazo e infinidad de besos y abrazos. Y sin pensarlo dos veces abandonaron la batalla y se dispusieron a ponerse al día sobre sus vidas en el bar de enfrente, mientras se tomaban unos pinchos, especialidad de la casa.

Al mismo tiempo que Maricarmen y Rosarito se desahogaban en el Bar Manolo, en la jefatura superior de Educación sonaron todas las alarmas; nerviosos, funcionarios se paseaban por los pasillos pues daban las dos y aquello no se solucionaba, su salida era a las tres pero el movimiento se comenzaba a las dos y cuarto y los nervios y el hambre les impedían trabajar desde mucho antes. Desde la una aquello fue un sinvivir, Don Baudiano, Jefe máximo de inspección llamó a los interfectos, inspectores, don Aparicio y doña Josefina, a los que quitó un gran peso de encima, no estaba el horno para bollos y quien manda manda.
En la épica tradicional, es en la última estrofa en la que se debe apreciar con claridad el punto final de los acontecimientos. ya fuera en hexámetros, octavas reales o tetrástrofo monorrimo. En esta ocasión que nos ocupa fue la prosa fría y deshumanizada de un oficio que provenía de inspección lo que acabó con la épica.

A las dos en punto de la tarde, un mensajero en bicicleta dejó en la escuela un comunicado con acuse recibo, y otro en la Biblioteca municipal. En mano. El mensajero esperó la firma. Oficio número tal y cual, referencia etc etc, «Se conmina a los interfectos tal y tal y cuál y cuál, a deponer su actitud conflictiva y esto y lo otro así mismo como abandonar las instalaciones de inmediato a tenor de posibles sanciones en caso de flagrante desobediencia».

Los dioses, como casi siempre, salvaron una situación muy complicada que, de haber llegado más lejos hubiera cambiado el curso de algunas historias.