El año de la luna a rayas

(ver este cuento dibujado en historieta)

 

© Enrique Martínez-Salanova Sánchez

 

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Eran los glasbolordos. Eran los filfilinos. A los glasbolordos, de carácter apacible, gorditos y creativos, locuaces y bullangueros, les gustaba incordiar, reír, cantar y hacer bromas. Los filfilinos, por el contrario, poseían una adusta mirada, incapaces de gozar y reír, perseguían implacablemente la canción, la poesía y la palabra. Nunca se pudieron entender entre ellos.

Cuentan las leyendas, trasmitidas de tatarabuelos a bisabuelos, de bisabuelos a abuelos, de abuelos a padres y de padres a hijos, trascritas por antiquísimos amanuenses en libros de crónicas ilustrados por bellísimos miniados que, en el siglo de las mil lunas se dio la famosa guerra que duró doscientos años entre filfilinos y glasbolordos. En aquella guerra, como siempre, ganaron los filfilinos, que se hicieron dueños de las tierras, de los ganados, de los alimentos y de la religión de los glasbolordos.

A pesar de la violencia y la esclavitud a la que los sometieron, no lograron arrancar del pueblo sojuzgado ni los sentimientos más profundos, ni el salmo, ni la canción, que los glasbolordos tarareaban en la soledad de sus cuartuchos, en la profundidad de sus escondrijos y al oído, en susurros, en las cunas de sus hijos. Mientras trabajaban bajo el látigo de los filfilinos y realizaban para ellos los oficios más bajos y miserables, les hacían los caminos, les extraían el mineral de sus minas y cuidaban de sus ancianos y enfermos, los glasbolordos, en lo más hondo de sus sentimientos, mantenían recuerdos y entonaban sus melodías sin que se los filfilinos se percataran de ello.

El pueblo glasbolordo no perdió su identidad ni sus deseos de vivir con alegría. Para ello ocultó sus costumbres, disimuló sus emociones, aprendió a hablar con imperceptibles gestos y miradas cuando se encontraban entre ellos en público y, ante sus amos y señores, encubrió su dignidad, se comportó con servilismo y acató todas las normas filfilinas.

Un día, con el correr del tiempo, los glasbolordos perdieron el miedo, comenzaron a unir las canciones que aprendieron desde su nacimiento, y las hicieron salir a la luz desde lo hondo de sus corazones y de la negrura de los pozos en los que trabajaban para los filfilinos; la melodía que guardaron celosamente y comunicaron a sus descendientes, como una niebla lenta, se desparramó por los campos, ascendió a las colinas, se introdujo por los valles y gargantas y se coló de rondón en las fortalezas filfilinas; a pesar de los fosos anegados de agua, del espesor de los muros de piedra y de las almenas defensivas; recorrió las lóbregas e insípidas estancias, los inmensos espacios repletos de equipos de guerra y armaduras, las caballerizas, y llegó por pasillos y vericuetos a los salones y alcobas en las que vivían los filfilinos.

Al ver que los filfilinos no se inmutaban, los glasbolordos tomaron confianza en sus manifestaciones, y cantaron al derecho y al revés, y el país se llenó de músicas y palabras. Y entonaron a voz en grito sus antiguos himnos, y sus cantos de amor y de cuna, y las estrofas de sus canciones de labranza, de dolor, y de gloria. Y organizaron fiestas clandestinas, en las que se reunían para expresar sus ideas y sentimientos, entonar sus cantilenas y recordar las leyendas trasmitidas de generación en generación.

Un día, envalentonados, firmaron en versos dodecasílabos un manifiesto, en el que reclamaban libertad, contra la violencia y el poder filfilino.

Hasta entonces, los filfilinos no habían hecho ni caso, pues no percibían música alguna, sus mentes y oídos eran obtusos, no estaban acostumbrados a ello, y oían pero no entendían aquellos extraños ruidos, sin comprender que eran melodías repletas de ritmo, poesía, afectos, emociones y sentimientos.

El manifiesto, que vieron escrito en las esquinas de las calles, en las puertas de las mansiones y en las tarimas de los cadalsos, sí lo entendieron. Los pergaminos, todos a una, pedían libertad para cantar, reír y reunirse en público.

Los filfilinos declararon subversivo el manifiesto.

Y predicaron en su contra desde sus púlpitos, y en los mítines, y amenazaron con las armas y con el infierno. Temieron por su seguridad, se sintieron acosados y perseguidos y, celosos de su propia seguridad, reivindicaron la libertad filfilina.

Y pasaron muchas eras, y los glasbolordos continuaron sin cesar con sus canciones, a las que añadieron fábulas, versos y leyendas. Durante siglos dominaron los filfilinos y quienes se les parecían, acallando al parecer las canciones glasbolórdicas, que se continuaron entonando encubiertamente en los hogares y en el trabajo.

Fue el año de la luna a rayas cuando las cosas empezaron a cambiar. El mundo, por causa de unas extrañas redes, se convirtió en un pañuelo en el que todos comenzaron a comunicarse con todos.

Un día sucedió algo impensable: un filfilino y una glasbolorda se enamoraron perdidamente. El corazón filfilino (tic-tac-tic-tac) y el de la glasbolorda (bumba-bumba-bumba-bumba), latieron al compás desde su primer encuentro. Aquel sonido mezclado, mestizo, entrelazado, extraño, nunca antes percibido, resultó pernicioso y diabólico para los filfilinos.

Tan inmenso fue el impacto, tan desusado el hecho, tanto temieron los filfilinos el derrumbe de sus tradiciones, que convocaron un consejo internacional. No había precedente de tal hecho, y en siglos y siglos de dominio, nunca necesitaron ponerse de acuerdo pues su única ley era la obediencia a las leyes y su única costumbre fue siempre acatar sin rechistar lo que se decía. Atónitos y atemorizados, llegaron delegados de todos los confines de la tierra, filfilinos de todas las razas y nacionalidades se vieron las caras por primera vez, apesadumbrados ante la magnitud de la desgracia. Las conclusiones del Consejo fueron rápidas, decidieron por unanimidad que ya que jamás había sucedido nada parecido, no podía ser cierto, pues lo que no puede ser, además de falso, es imposible. Tras ello, antes de que cada uno volviera a su tierra, desfilaron durante tres días, al paso marcado por el bronco son de sus timbales y el entrechocar de espadas y alabardas. Así se dieron seguridad y valentía.

Y miraron en primer lugar para otro lado, como si no pasara nada, sin decidir la solución del insoluble problema. Cuando el bimba-bumba-bimba-bumba-tic-tac-tic-tac, volvió a hacérseles insoportable, decidieron tomar cartas en el asunto, pues seguía resonando por todas partes, hería sus desacostumbrados tímpanos y les impedía el sueño. Intentaron convencer a la glasbolorda, primero con obsequios, más tarde con promesas, finalmente con amenazas, de que se olvidara del filfilino al que tenía amarrado su corazón. Fue inútil. Bimba-bumba-bimba-bumba-tic-tac-tic-tac.

Al filfilino enamorado lo sometieron al exhaustivo interrogatorio de un consejo de ancianos, investigaron su árbol genealógico hasta la trescientas veintiocho generación y los mejores galenos del país lo examinaron para comprobar si en algún recóndito lugar de su anatomía o de la de sus ancestros hubiera el menor contagio de sangre glasbolorda. No encontraron nada anómalo y lo pusieron bajo vigilancia de su familia.

Encerraron a la glasbolorda en una fría mazmorra.

La reclusión no impidió los acontecimientos. El latido de su corazón atravesó los muros (bimba-bumba-bimba-bumba) y se adueñó de las ciudades filfilinas y llegó a los confines de la tierra. Jóvenes filfilinos de todos los lugares se fueron contagiando de los profundos y antiguos sentimientos. Muchos filfilinos encontraron corazones glasbolordos. Y cantaron a sus amadas bajo los torreones en los que estaban encerradas, y el mundo se llenó de ideas, sonidos, colores y canciones diferentes.

Los jerifaltes filfilinos comenzaron a perder la razón, pues sus armas y sus leyes no pudieron acabar con aquella calamidad. Taponaron sus oídos e insonorizaron sus habitáculos, huyeron hacia las montañas a sus quintas de recreo, o al centro de los mares en sus bajeles de lujo. Siempre les perseguía el bimba-bumba-bimba-bumba-tic-tac-tic-tac, y las risas y las canciones que fatalmente se armonizaban. Lo combatieron al comienzo como una plaga, los mejores científicos trabajaron para conseguir una pócima eficaz contra la risa y otra contra la canción; probaron vacunas y antídotos, hicieron ensalmos y clamaron a sus dioses a los que, como eran mezquinos y tacaños, ofrecieron una parte mínima de lo que les sobraba. No consiguieron acabar con la melodía. Se volvieron locos.

Cuentan las crónicas que el poder filfilino se diluyó debido a la fuerza arrolladora de las culturas ancestrales, y que la canción, la palabra y la risa fueron desde aquellos remotos tiempos el motor que hizo avanzar a la Especie Humana.

 

Publicado en «Aularia», mayo de 1990