Un libro sobre
cómo el cine trata la Historia
IMÁGENES DE LA REVOLUCIÓN. LA
INGLESA Y EL DUQUE, de ERIC ROHMER)/ LA COMMUNE (PARÍS, 1871), de
PETER WATKINS
Autores: José Francisco Montero
Martínez / Israel Paredes Badía
Introducción
La
inglesa y el duque y La commune
(París, 1871), he aquí las dos películas que protagonizan este
libro, ambas realizadas en el albor del siglo XXI y dirigidas por
dos cineastas, Eric Rohmer y Peter Watkins, que a lo largo de sus
respectivas carreras —cuyos inicios se remontan a finales de los
años cincuenta— han mantenido una rara coherencia, una extraña
fidelidad a sí mismos. Como iremos viendo a lo largo de este libro,
nos encontramos ante dos películas caracterizadas tanto por la
enorme libertad creativa como por el desusado rigor con que se
aprestan a representar la Historia, a dialogar con ella, a
reflexionar sobre el estatuto de las imágenes en nuestro tiempo, que
se constituyen, en definitiva, en dos valiosas rara avis en su
inserción en el cine contemporáneo.
Afrontamos en este libro, pues,
dos miradas sobre la Historia, dos visiones de sendas revoluciones
—la Revolución Francesa y la Comuna de París—a cargo de dos
películas que parten también —cada una a su modo, por descontado— de
dos concepciones revolucionarias del cine. A través de sus audaces y
rigurosas formalizaciones, tanto La inglesa
y el duque como La commune
(París, 1871) sitúan la confrontación entre pasado y presente, entre
Historia y contemporaneidad, entre la realidad y sus
representaciones, entre las imágenes de la revolución y la
revolución de las imágenes, en el centro de sus discursos, buscando
una relación fructífera entre ambos pares de términos que evite
estimular en el espectador, simplemente, la complacencia de asistir
a una época pretérita, tan habitual en cierto cine histórico,
promoviendo por el contrario las fricciones entre pasado y presente,
relato y documento, y los desplazamientos entre ambos. En fin, ambas
películas ansían menos el “reconocimiento” que el extrañamiento y la
reflexión en el diálogo que formalizan con la Historia.
Congruentemente, hemos partido de estas dos reflexiones sobre el
cine y la Historia para a su vez reflexionar sobre cómo el primero
puede constituirse en un magnífico modo de acercarse al pasado de
una forma imaginativa y de manera simultánea extraordinariamente
lúcida, pero sobre todo con el propósito de posicionarse ante el
cine y la sociedad de su tiempo, sin necesidad de subrayados, sino
principalmente a través del grado de elaboración formal y la actitud
de compromiso ante sus imágenes que ambas películas certifican.
Por tanto, estamos ante dos
películas que conjugan admirablemente la representación del pasado
con la modernidad de su lenguaje, que mirando hacia el pasado
caminan hacia el futuro, hacia nuevas formas de relacionarnos con
las imágenes. Dos ficciones que se apropian —en distinto grado,
desde luego—, sin tratarse en absoluto de dos documentales, de las
formas de lo documental —de una forma mucho más elusiva en el caso
de La inglesa y el duque—, contando con que, como escribe Bill
Nichols, “el placer y el atractivo del filme documental residen en
su capacidad para hacer que cuestiones atemporales nos parezcan,
literalmente, temas candentes”. De esta forma, las dos suponen,
vistas desde determinada perspectiva, sendos “documentales” sobre
cómo se elabora una representación, dos películas que aspiran así a
atender menos al pasado que a cómo representarlo en la actualidad.
Rohmer lo hace acogiéndose a las formas icónicas de la época en que
se desarrolla el relato, así como a partir del respeto escrupuloso a
la perspectiva ideológica y narrativa desde las que la autora de las
memorias en que se basa la película afronta sus recuerdos sobre sus
experiencias durante la Revolución Francesa —lo que ya constituye
una representación, la que alguien se hace de su propio pasado—, en
la línea de sus otras películas históricas, pero interesándose menos
en esas representaciones que en cómo las representaciones del
presente dan forma a las del pasado, partiendo de la tecnología
digital a su disposición en el momento del rodaje de la película.
Watkins explicitando el carácter de representación de la película,
multiplicando los efectos de distanciamiento, denegando cualquier
posible ilusión realista, sugiriendo que nuestra mirada sobre la
Historia está ineludiblemente condicionada por nuestro presente,
comprometiendo también así ese pasado con nuestro tiempo.
En definitiva, detrás de las
estrategias de Rohmer y Watkins se agazapan unas penetrantes
reflexiones que giran alrededor del realismo, sobre su estatuto
siempre ilusorio, de amplias resonancias también en el cine
contemporáneo. Porque lo cierto es que el cine histórico tanto de
Eric Rohmer como de Peter Watkins —con métodos muy diferentes— huye
vehementemente de la tentación de llevar a cabo una reconfortante
ilustración del pasado, de la mentira de la posible reconstrucción
veraz de la Historia.
En el caso de Peter Watkins, sus
películas históricas se ven así hermanadas con sus películas de
anticipación en su carácter puramente ficcional, en la férrea
voluntad de no ocultar su naturaleza esencialmente especulativa,
todo ello servido por estos métodos pseudodocumentales de que
hablamos, que proporcionan a sus películas de una pregnante
inmediatez. Probablemente es La commune
(París, 1871) el filme en que esta concepción del cine histórico de
su autor alcanza su mejor formalización. De modo que, si Peter
Watkins adquirió celebridad con una ucronía ambientada en el futuro
-un futuro muy inmediato-, como es El juego
de la guerra (The War Game.
1965), con La commune (París,
1871) realiza una de sus obras más ambiciosas —y también la última—
con una utopía ambientada en el pasado pero con la vista, como no
podía ser de otra forma, en el futuro. Desgraciadamente, ni su
director, ni esta obra clave del cine contemporáneo son
suficientemente conocidas. Paliar modesta pero apasionadamente este
doble olvido, consecuencia de la marginación por parte de los
medios, prácticamente desde el inicio de su carrera, tanto de Peter
Watkins como de la que constituye su última realización, es otro de
los propósitos de este texto.
Si en el caso de Peter Watkins,
la realización de este cine histórico constituye una parte esencial
de su obra —junto a sus películas de anticipación, la otra corriente
principal de su filmografía—, en el de Eric Rohmer sus cinco
películas históricas conforman un caudaloso afluente de la senda más
frecuentada de su obra, sus películas contemporáneas, casi todas
ellas formando parte de una serie —“Cuentos morales”, “Comedias y
proverbios” y “Cuentos de las cuatro estaciones”—, pero entre las
primeras y estas últimas los vasos comunicantes son múltiples,
configurando una de las obras de mayor cohesión interna, y mayor
rigor, del cine contemporáneo. Todas estas películas históricas
—salvo Triple agente, que parte de unos hechos reales pero con los
que Rohmer elabora un guión original— surgen de la adaptación de
sendas obras literarias, que el director francés pretende filmar con
extrema fidelidad, de manera que su interés está más que en filmar
la Historia —que Rohmer, como Watkins, entiende imposible— en filmar
el texto de partida.
Si la perspectiva ideológica es
evidente en el caso de la película de Peter Watkins, de modo que lo
que más le interesa de la Comuna de París
es la idea que con ella nace —con todos los matices
históricos con que debemos emplear tal verbo—, y el hecho de que, a
partir de ella, de las experiencias vividas durante apenas dos meses
en el París de 1871, se pueda extraer un análisis acerca de nuestro
presente y, sobre todo, un impulso de transformación social en
nuestro futuro, en principio la operación de Rohmer parece también
evidente pero totalmente divergente, asumiendo con entusiasmo el
director francés, en el relato, la perspectiva de una aristócrata
fervientemente monárquica, espantada ante los cambios sobrevenidos
con la Revolución —perspectiva superficial con que afrontar la
película, como veremos en este libro—. Pero más interesantes que
estos posicionamientos ideológicos opuestos —repetimos, más
aparentes y superficiales que reales— resulta su similar actitud
inconformista a la hora de acercarse a la representación del pasado,
lo que ya de por sí constituye un posicionamiento ideológico más
profundo, que se ubica en el trabajo formal implementado por ambos
cineastas, vertebrado además alrededor de la noción capital de la
mirada: el trabajo político de ambas películas reside menos en los
mundos que presentan que en la centralidad que ocupa el hecho de
cómo los miramos, instrumento privilegiado para desmarcarse de los
discursos hegemónicos imperantes en nuestro presente y en el cine
emanado de él. Como igualmente ideológico es su rechazo de cualquier
tipo de maniqueísmo, de simplistas polaridades morales, que reducen
la complejidad del mundo, y su esencial ambigüedad, a términos
dicotómicos, y que en este ramplón reduccionismo son más reveladores
de su posicionamiento ideológico que la naturaleza de su contenido
explícitamente político. |
La
inglesa y el duque
La commune (París, 1871)
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